En
China vive la gente en millones, como si fuera una familia que no
acabase de crecer, y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de
hombres, sino que tienen de gobernante a un emperador, y creen que es
hijo del cielo, porque nunca lo ven sino como si fuera el sol, con mucha
luz por junto a él, y de oro el palanquín done lo llevan, y los
vestidos de oro. Pero los chinos están contentos con su emperador, que
es un chino como ellos. ¡Lo triste es que el emperador venga de afuera,
dicen los chinos, y nos coma nuestra comida, y nos manda matar porque
queremos pensar y comer, y nos trate como a sus perros y como a sus
lacayos! Y muy galán era aquel emperador del cuento, que se metía de
noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo
conocieran, y se iba por la casa de los chinos pobres, repartiendo sacos
de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y
leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que
Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las
culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por
qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser,
sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas,
que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo. Y
abrió escuelas de pintura, y de bordados, y de tallar la madera; y mandó
poner preso al que gastase mucho en sus vestidos, y daba fiestas donde
se entraba sin pagar, a oír las historias de las batallas y los cuentos
hermosos de los poetas; y a los viejecitos los saluda siempre como si
fuesen padres suyos; y cuando los tártaros bravos entraron en China y
quisieron mandar en la tierra, salió montado a caballo de su palacio de
porcelana blanco y azul, y hasta que no echó al último tártaro de su
tierra, no se bajó de la silla. Comía a caballo: bebía a caballo su
vino de arroz: a caballo dormía. Y mandó por los pueblos unos
`pregoneros con trompetas muy largas, y detrás unos clérigos vestidos
de blanco que iban diciendo así: "¡Cuando no hay libertad en la
tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!". Y por todo
eso querían mucho los chinos a aquel emperador galán, aunque cuentan
que eran muchas las golondrinas que dejaba sin nido, porque le gustaba
mucho la sopa de nidos; y que una vez que otra se ponía a conversar con
un frasco de vino de arroz: y lo encontraban tendido en la estera, con
la barba revuelta en el suelo, y el vestido lleno de manchas. Esos días
no salían las mujeres a la calle, y los hombres iban a su quehacer con
la cabeza baja como si les diera vergüenza ver el sol. Pero eso no
sucedía muchas veces, sino cuando se ponía triste porque los hombres
no se querían bien ni hablaban la verdad: lo de siempre era la alegría,
y la música, y el baile, y los versos, y el hablar de valor y de las
estrellas: y así pasaba la vida del emperador, en su palacio de
porcelana blanco y azul.
Hermosísimo
era el palacio, y la porcelana hecha de la pasta molida del mejor polvo
kaolín, que da una porcelana que parece luz, y suena como la música, y
hace pensar en la aurora, y en cuando empezaba a caer la tarde. En los
jardines había naranjos enanos, con más naranjas que hojas; y peceras
con peces amarillo y carmín, con cinto de oro; y unos rosales con rosas
rojas y negras. que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a
la vez música y olor. Y allá al fondo había un bosque muy grande y
hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía
un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan
lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del
gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire,
como si estuviesen locos. "¡Es mejor el vino de la canción que el
vino del arroz!" decían los pescadores. Y las mujeres estaban
contentas, porque cuando el ruiseñor cantaba, sus maridos y sus
hijos no bebían tanto vino de arroz. Y se olvidaban del canto los
pescadores cuando no lo oían; pero en cuanto lo volvían a oír, decían,
abrazándose como hermanos: "¡Qué hermoso es el canto del ruiseñor!".
Venían de afuera muchos viajeros a ver el país; y luego
escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del
palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de
las rosas rojinegras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era
lo más maravilloso: y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía
en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos
que les alegraban el corazón: hasta que el emperador vio los libros, y
del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la
barba, porque era mucho lo que le celebraban su palacio y su jardín;
pero cuando llegó adonde hablaban del ruiseñor: "¿Qué ruiseñor
es éste, dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los
libros se aprende algo! ¿Y esta gente de mi palacio de porcelana, que
me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora
mismo el mandarín mayor!" Y vino, saludando hasta el suelo, el
mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de
oro. "¡Puh! ¡puh!" contestaba el mandarín, hinchando la
cabeza, a todos los que le hablaban. Pero al emperador no le decía ni
"¡puh!" ni "¡pih!"; sino que se echaba a sus pies,
con la frente en la estera, esperando, temblando, hasta que le decía
"¡levántate!" el emperador.
-¡Levántate! ¿Qué pájaro es este de que habla este
libro, dicen que es lo más hermoso de todo mi país?
-Nunca he oído hablar de él, nunca -dijo el mandarín,
arrodillándose en el aire, y con los brazos cruzados-: no ha sido
presentado en palacio.
-¡Pues en palacio ha de estar esta noche! ¿Que el mundo
entero sabe mejor que yo lo que tengo en mi casa?
-Nunca he oído hablar de él, nunca -dijo el mandarín:
dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echó a los pies
del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los
brazos cruzados, y arrodillándose en el aire.
Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el
pájaro. Y el emperador mandaba cada media hora a buscar al mandarín.
-Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre
las cabezas de los mandarines he de pasear esta noche.
-¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! -salió diciendo el mandarín
mayor, que iba dando vueltas , con los brazos abiertos, escaleras abajo.
Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no
pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador. Hasta que fueron a la
cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e
inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de
carne: y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos
de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, por que de noche iba
por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que
vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol
del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas
cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un
beso.
-¡Oh,
virgen china! -le dijo el mandarín-: ¡digna y piadosa virgen!: en la
cocina tendrás siempre empleo, y te concederé el privilegio de ver
comer al emperador, si me llevas adonde el ruiseñor canta en el árbol,
porque lo tengo que traer a palacio esta noche.
Y detrás
de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas
de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la
espalda: y se les iban cayendo los sombreros picudos. Bramó una vaca, y
dijo un mandarincito joven: -¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!"
-"Es una vaca que brama", dijo la cocinerita. Graznó una
rana, y dijo el mandarincito: -¡Oh, qué hermosa canción, que suena
como las campanillas!" -"Es una rana que grazna", dijo la
cocinerita. Y entonces rompió a cantar el veras el ruiseñor.
-¡Ése,
ése es! -dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en
una rama.
-¡Ése!
-dijo el mandarín mayor-: nunca oí que fuera una persona tan diminuta
y sencilla: ¡nunca lo creí! O será, mandarines amigos, ¡sí, debe
ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha
cambiado de color.
-¡Lindo ruiseñor!- decía la cocinerita-: el emperador
desea oírte cantar esta noche.
-Y yo
quiero cantar -le contestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete
de arpegios.
-¡Suena
como las campanillas, como las campanillas de plata! -dijo el
mandarincito.
-¡Lindo
ruiseñor! a palacio tienes que venir, porque en palacio es donde está
el emperador.
-A
palacio iré, iré -cantó el ruiseñor, con un canto como un suspiro-:
¡pero mi canto suena mejor en los árboles del bosque!
El
emperador mandó poner el palacio de lujo: y resplandecían con la luz
de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas
rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin
cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas: en el centro
mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un paral de oro, para
que el ruiseñor cantase en él: y a la cocinerita le dieron permiso
para que se quedara en la puerta. La corte estaba de etiqueta mayor, con
siete túnicas y la cabeza acabada de rapar. Y el ruiseñor cantó tan
dulcemente que le corrían en hilo las lágrimas al emperador: y los
mandarines, de veras, lloraban: y el emperador quiso que le pusieran al
ruiseñor al cuello su chinela de oro: pero el ruiseñor metió el pico
en la pluma del pecho, y dijo "gracias" en un trino tan rico y
vigoroso, que el emperador no lo mandó matar porque no había querido
colgarse la chinela. Y en su canto decía el ruiseñor: "No
necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro,
porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un
emperador".
Aquella
noche, en cuanto llegaron a sus casas, todas las damas tomaron sorbos de
agua, y se pusieron a hacer gárgaras y gorgoritos, y ya se creían muy
finos ruiseñores. Y la gente de establo y cocina decía que estaba
bien, lo que es mucho decir, porque ésa es gente que lo haya mal todo.
Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al
día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban
cuando salía a volar, por doce hilos de seda. En la ciudad no se
hablaba más que del canto, y en cuanto uno decía "rui...",
el otro decía "....señor". Y llamaban "ruiseñor"
a los niños que nacían, pero ninguno cantó nunca una nota.
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