Cuentan un cuento de cuatro hindús
ciegos, de allá del Indostán de Asia, que eran ciegos desde el nacer, y
querían saber cómo era un elefante. «Vamos», dijo uno, «adonde el elefante
manso de la casa del rajá, que es príncipe generoso y nos dejará saber cómo
es.» Y a casa del príncipe se fueron, con su turbante blanco y su manto
blanco; y oyeron en el camino rugir a la pantera y graznar al faisán de color
de oro, que es un como un pavo con dos plumas muy largas en la cola; y durmieron
de noche en las ruinas de piedra de la famosa Jehanabad, donde hubo antes mucho
comercio y poder; y pasaron por sobre un torrente colgándose mano a mano de una
cuerda, que estaba a los dos lados levantada sobre una horquilla, como la cuerda
floja en que bailan los gimnastas en los circos; y un buen carretero de buen
corazón les dijo que se subieran en su carreta, porque su buey giboso de astas
cortas era un buey bonazo. que debió ser algo así como abuelo en otra vida, y
no se enojaba porque se le subieran los hombres encima, sino que miraba a los
caminantes como convidándoles a entrar en el carro. Y así llegaron los cuatro
ciegos al palacio del rajá, que era por fuera como un castillo, y por dentro
como una cada de piedras preciosas, lleno de cojines y de colgaduras, y el techo
bordado, y las paredes con florones de esmeraldas y zafiros., y las sillas de
marfil, y el trono del rajá de marfil y de oro. «Venimos, señor rajá, a que
nos deje ver con nuestras manos, que son los ojos de los pobres ciegos, cómo es
de figura un elefante manso.» «Los ciegos son santos», dijo el rajá, «los
hombres que desean saber son santos: los hombres deben aprenderlo todo por sí
mismos, y no creer sin preguntar, ni hablar sin entender, ni pensar como
esclavos lo que les mandan pensar otros: vayan los cuatro ciegos a ver con sus
manos el elefante manso.» Echaron a correr los cuatro, como si les hubiera
vuelto de repente la vista: uno cayó de nariz sobre las gradas del trono del
rajá: otro dio tan recio contra la pared que se cayó sentado, viendo si se le
había ido en el coscorrón algún retazo de cabeza: los otros dos, con los
brazos abiertos, se quedaron de repente abrazados. El secretario del rajá los
llevó a donde el elefante manso estaba, comiéndose su ración de treinta y
nueve tortas de arroz y quince de maíz, en una fuente de plata con el pie de
ébano; y cada ciego se echó, cuando el secretario dijo «¡ahora!», encima
del elefante, que era de los pequeños y regordetes: uno se le abrazó por una
pata: el otro se le prendió a la trompa, y subía en el aire y bajaba, sin
quererla soltar: el otro le sujetaba la cola: otro tenía agarrada un asa de la
fuente del arroz y el maíz. «Ya sé», decía el de la pata: «el elefante es
alto y redondo, como una torre que se mueve.» «¡No es verdad!», decía el de
la trompa: «el elefante es largo y acaba en pico, como un embudo de carne.»
«¡Falso y muy falso», decía el de la cola: «el elefante es como un badajo
de campana!» «Todos se equivocan, todos; el elefante es de figura de anillo, y
no se mueve», decía el del asa de la fuente. Y así son los hombres, que cada
uno cree que solo lo que él piensa y ve es la verdad, y dice en verso y en
prosa que no se debe creer sino lo que él cree, lo mismo que los cuatro ciegos
del elefante, cuando lo que se ha de hacer es estudiar con cariño lo que los
hombres han pensado y hecho, y eso da un gusto grande, que es ver que
todos los hombres tienen
las mismas penas, y la historia igual, y el mismo amor, y que el mundo
es un templo hermoso, donde caben en paz los hombres todos de la tierra,
porque todos han querido conocer la verdad, y han escrito en sus libros
que es útil ser bueno, y han padecido y peleado por ser libres, libres
en su tierra, libres en el pensamiento.
También, y tanto como los más bravos, pelearon, y volverán a pelear, los
hombres anamitas, los que viven de pescado y arroz y se visten de seda, allá
lejos, en Asia, por la orilla del mar, debajo de China. No nos parecen de cuerpo
hermoso, ni nosotros les parecemos hermosos a ellos: ellos dicen que es un
pecado cortarse el pelo, porque la naturaleza nos dio pelo largo, y es un
presumido el que se crea más sabio que la naturaleza, así que llevan el pelo
en moño, lo mismo que las mujeres: ellos dicen que el sombrero es para que dé
sombra, a no ser que se le lleve como señal de mando en la casa del gobernador,
que entonces puede ser casquete sin alas: de modo que el sombrero anamita es
como un cucurucho, con el pico arriba, y boca muy ancha: ellos dicen que en su
tierra caliente se ha de vestir suelto y ligero, de modo que llegue al cuerpo el
aire, y no tener al cuerpo preso entre lanas y casimires, que se beben los rayos
del sol, y sofocan y arden: ellos dicen que el hombre no necesita ser de
espaldas fuertes, porque los cambodios son más altos y robustos que los
anamitas, pero en la guerra los anamitas han vencido siempre a sus vecinos los
cambodios; y que la mirada no debe ser azul, porque el azul engaña y abandona,
como la nube del cielo y el agua del mar; y que el color no debe se
blanco, porque la tierra, que da todas las hermosuras, no es blanca,
sino de los colores de bronce de los anamitas; y que los hombres no
deben llevar barba, que es cosa de fieras: aunque los franceses, que son
ahora los amos de Anam, responden que esto de la barba no es más que
envidia, porque bien que se deja el anamita el poco bigote que tiene:
¿Y en sus teatros, quién hace de rey, sino el que tiene la barba más
larga? ¿y el mandarín, no sale a las tablas con bigotes de tigre? ¿y
los generales, no llevan barba colorada?
« ¿Y para qué necesitamos tener los ojos más
grandes», dicen los anamitas, « ni
más juntos a la nariz?: con estos ojos de almendra que tenemos, hemos fabricado
el Gran Buda de Hanoi, el dios de bronce, con cara que parece viva, y alto como
una torre; hemos levantado la pagoda de Angkor, en un bosque de palmas, con
corredores de a dos legua, y lagos en los patios, y una casa en la pagoda para
cada dios, y mil quinientas columnas, y calles de estatuas; hemos hecho, en el
camino de Saigón a Cholen, la pagoda donde duermen, bajo una corona de torres
caladas, los poetas que cantaron el patriotismo y el amor, los santos que
vivieron entre los hombres con bondad y pureza, los héroes que pelearon por
libertarnos de los cambodios, de los siameses y de los chinos: y nada se parece
tanto a la luz como los colores de nuestras túnicas de seda. Usamos moño, y
sombrero de pico, y calzones anchos, y blusón de color, y somos amarillos,
chatos, canijos y feos: pero trabajamos a la vez el bronce y la seda; y cuando
los franceses nos han venido a quitar nuestro Hanoi, nuestro Hue, nuestras
ciudades de palacios de madera, nuestros puertos llenos de casas de bambú y de
barcos de junco, nuestros almacenes de pescado y arroz, todavía, con estos ojos
de almendra, ¡hemos sabido morir, miles sobre miles, pera cerrarles el camino!
Ahora son nuestros amos; pero mañana quién sabe!».
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