Un día recibió
el emperador un paquete, que decía "El Ruiseñor" en la tapa, y
que creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro,
sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas
tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad
en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata: llevaba al
cuello una cinta con este letrero: "¡El ruiseñor del emperador de
China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón".
"¡Hermoso
pájaro es!" dijo toda la corte, y le pusieron el nombre de
"gran pájaro internacional": Porque se usan estos nombres en
China, Pomposos y Largos: pero cuando puso el emperador a cantar juntos al
ruiseñor vivo y al Artificial, no anduvo el canto bueno, porque el vivo
cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial
cantaba a compás, y no salía del vals.
-¡A mi
gusto! ¡esto es a mi gusto! -decía el maestro de música; y cantó solo
el pájaro de las piedras, tan bien como el vivo. ¡Y luego tan lleno de
joyas que relumbraran, lo mismo que los brazaletes, y los joyeles, y los
broches! Treinta y tres veces seguidas cantó la misma tonada sin
cansarse, y el maestro de música y la corte entera lo hubieran oído con
gusto una vez más, si no hubiese dicho el emperador que el vivo debía
cantar algo. ¿El vivo? Lejos estaba, lejos de la corte y del maestro de música.
Los vio entretenidos, y se les escapó por la ventana.
-¡Oh, pájaro
desagradecido! -dijo el mandarín mayor y dio tres vueltas redondas, y se
cruzó de brazos.
-Pero mejor
mil veces es este pájaro artificial -decía el maestro de música-:
porque con el pájaro vivo, nunca se sabe cómo va a ser el canto, y con
éste, se está seguro de lo que va a ser: con éste todo está en orden,
y se le puede explicar al pueblo las reglas de la música.
Y el
emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a
cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y
decía que sí con la cabeza; pero un pobre pescador dijo "que él
había oído al ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél,
porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era". El
emperador mandó desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo
pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de
joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte "cantor de
alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la
manda mover". Y el maestro de música se sintió tan feliz que
escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con
muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera
dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que tuviesen por gente
fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus
cabezas.
Pasó un año,
y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorjeo y
vuelta del "pájaro continental"; y como que lo podían
entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su vals los
cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba
también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un
vals del imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del
maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo
mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y
colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor, como huesos
que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. Se echó de la cama el
emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo qué hacer: y
vino el relojero. El relojero, mal que bien, posu las ruedas locas en su
lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban
gastados los cilindros, y el ruiseñor aquel no podía en verdad cantar más
que una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al
relojero, y le dijo traidor, y venal, y chino espurio, y espía de los tártaros,
porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una
vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el
maestro de música malas palabras: "¡traidor!¡ venal! ¡chino
espurio! ¡espía de los tártaros!" Porque estos maestros de música
de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable
a sus amos.
Cinco años
después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el
pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo
agradecido no quería oír hablar de él, y se apretaba a preguntar por el
enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba abajo, y decía
"¡Puh!" "¡Puh!" repetía la pobre gente, y se iba a
su casa llorando.
Pálido y
frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los
mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres
vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono.
Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían
puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino
un ruido de abejas.
Pero el
emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro
roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro
roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño
sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre
su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada
de mando, y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras
vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y
de color de fuego. Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que
le estaban mirando a la cara. "¿Te acuerdas?" le decían las
malas acciones. "¿Te acuerdas?" le decían las buenas acciones
"¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!", decía el emperador:
"música, música! ¡tráiganme la tambora mandarina, la que hace más
ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!" Pero las
acciones seguían diciendo: "¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?"
"¡Música, música!" gritaba el emperador: "¡oh hermoso pájaro
de oro, canta, te ruego que cantes! ¡yo te he dado regalos ricos de oro!
¡yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡te ruego que
cantes!" Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle
cuerda. No daba una sola nota.
Y la Muerte
seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto
había una calma espantosa, cuando de pronto entró por la ventana el son
de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el
ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y
venía a cantarle de fe y de esperanza. Y según iba cantando eran menos
negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del
emperador, y revivían sus carnes moribundas. La muerte misma escuchaba y le
dijo: "¡Sigue, ruiseñor, sigue!" Y por un canto, le dio la
Muerte la corona de oro: y por otro, la espada, la espada de mando: y por
otro canto más, le dio la hermosa bandera. Y cuando ya la Muerte no tenía
ni la bandera, ni la espada, ni la corona del emperador, cantó el pájaro
de la hermosura del camposanto, donde la rosa blanca crece, y da el laurel
sus aromas a la brisa, y dan brillo y salud a la yerba las lágrimas de
los dolientes. Y tan hermoso vio la Muerte en el canto a su jardín, que
lo quiso ir a ver, y se levantó del pecho del emperador, y desapareció
como un vapor por la ventana.
-¿Gracias,
gracias, pájaro celeste! -decía el emperador-. Yo te desterré de mi
reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Cómo te puedo yo
pagar?
-Tú me
pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto: las lágrimas
que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro
cantor. Duerme, emperador, duerme: yo cantaré para ti.
Y con sus
trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un sueño de salud.
Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno
solo de sus criados, ni un solo mandarín había venido a verlo. Lo creían
muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama: el ruiseñor
cantando.
-¡Siempre
estarás junto a mí! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando
quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!
-¡No lo
rompas en mil pedazos, emperador: él te sirvió bien mientras pudo: yo no
puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo
vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantaré en la noche, para
que tengas sueños felices. Te cantaré de los malos y de los buenos, y de
los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador,
en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel
a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche, si me prometes una
cosa.
-¡Todo te
lo prometo! -dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía
puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.
-¡No digas
que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán
el aire al pájaro! -y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un
ramillete de arpegios.
Los
mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor,
a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial;
con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el
canto del ruiseñor.
-¡Tsing-pé!
¡Tsing-pé! - dijo el gran mandarín, y dio diez y ocho vueltas seguidas
con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies
del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba
en la nuca la cola.
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