No
habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la
historia americana. No se puede leer sin ternura, y sin ver como flores
y plumas por el aire, uno de esos buenos libros viejos forrados de
pergamino, que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de
sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres.
Unos vivían aislados y sencillos, sin vestidos y sin necesidades, como
pueblos acabados de nacer; y empezaban a pintar sus figuras extrañas en
la roca de la orilla de los ríos, donde es más solo el bosque, y el
hombre piensa más en las maravillas del mundo. Otros eran pueblos de más
edad, y vivían en tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo
que cazaban y pescaban, y peleando con sus vecinos. Otros eran ya
pueblos hechos, con ciudades de ciento cuarenta mil casas, y palacios
adornados de pinturas de oro,, y gran comercio en las calles y en las
plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas de sus dioses. Sus
obras no se parecen a las de los demás pueblos, sino como se parece un
hombre a otro. Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles. Ellos
imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su
arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante,
atrevido, nuevo. Fue raza artística, inteligente y limpia. Se leen como
una novela las historias de los nahuatles y mayas de México, de los
chibchas de Colombia, de los cumanagotos de Venezuela, de los quechuas
del Perú, de los aimaraes de Bolivia, de los charrúas del Uruguay, de
los araucanos de Chile.
El quetzal es el pájaro hermoso de Guatemala, el pájaro de verde
brillante con la larga pluma, que se muere de dolor cuando cae cautivo,
o cuando se le rompe o lastima la pluma de la cola. Es un pájaro que
brilla a la luz, como las cabezas de los colibríes, que parecen piedras
preciosas, o joyas de tornasol, que de un lado fueran topacio, y de otro
ópalo, y de otro amatista. y cuando se lee en los viajes de Le Plongeon
los cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que no quiso querer
al príncipe Aak porque por el amor de Ara mató a su hermano Chaak;
cuando en la historia del indio Ixtlilxochitl se ve vivir, elegantes
y ricas, a las ciudades reales de México, a Tenochtitlán y a Texcoco;
cuando en la "Recordación Florida" del capitán Fuentes, o en
las crónicas de Juarros, o en la Historia del conquistador Bernal Díaz
del Castillo, o en los viajes del inglés Tomás Gage, andan como si los
tuviésemos delante, en sus vestidos blancos y con sus hijos de la mano,
recitando versos y levantando edificios, aquellos gentíos de las
ciudades de entonces, aquellos sabios de Chichén, aquellos potentados
de Uxmal, aquellos comerciantes de Tulán, aquella raza fina que vivía
al sol y no cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un libro
de hojas amarillas, donde las eses son como efes y se usan con mucha
ceremonia las palabras, sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el
último grito al ver su cola rota. Con la imaginación se ven cosas que
no se pueden ver con los ojos.
Se hace uno de
amigos leyendo aquellos libros viejos. Allí hay héroes, y santos, y
enamorados, y poetas, y apóstoles. Allí se describen pirámides más
grandes que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes que vencieron
a las fieras; y batallas de gigantes y hombres; y dioses que pasan por
el viento echando semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de
princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta morir; y peleas de
pecho a pecho, con bravura que no parece de hombres; y la defensa de las
ciudades viciosas contra los hombres fuertes que venían de las tierras
del Norte; y la vida variada, simpática y trabajadora de sus circos y
templos, de sus canales y talleres, de sus tribunales y mercados. Hay
reyes como el chichimeca Netzahualpilli, que matan a sus hijos porque
faltaron a la ley, lo mismo que dejó matar al suyo el romano Bruto; hay
oradores que se levantan llorando, como el tlascalteca Xicotencatl, a
rogar a su pueblo que no dejen entrar al español, como se levantó Demóstenes
a rogar a los griegos que no dejasen entrar a Filipo; hay monarcas
justos como Netzahualcoyotl, el gran poeta rey de los chichimecas, que
sabe, como el hebreo Salomón, levantar templos magníficos al creador
del mundo, y hacer con alma de padre justicia entre los hombres.
Hay sacrificios
de jóvenes hermosas a los dioses invisibles del cielo, lo mismo que los
hubo en Grecia, donde eran tantos a veces los sacrificios que no fue
necesario hacer altar para la nueva ceremonia, porque el montón de
cenizas de la última quema era tan alto que podían tender allí a las
víctimas los sacrificadores; hubo sacrificios de hombres, como el del
hebreo Abraham, que ató a los leños a Isaac, su hijo, para matarlo con
sus mismas manos, porque creyó oír voces del cielo que le mandaban
clavar el cuchillo al hijo, cosa de tener satisfecho con esta sangre a
su dios; hubo sacrificios en masa, como los había en la Plaza Mayor,
delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición de España
quemaba a los hombres vivos, con mucho lujo de leña y procesión, y veían
la quema las señoras madrileñas desde los balcones. La superstición y
la ignorancia hacen bárbaros a los hombres en todos los pueblos. Y de
los indios han dicho más de lo justo en estas cosas los españoles
vencedores, que exageraban o inventaban los defectos de la raza vencida,
para que la crueldad con que la trataron pareciese justa y conveniente
al mundo. Hay que leer a la vez lo que dice de los sacrificios de los
indios el soldado español Bernal Díaz, y lo que dice el sacerdote
Bartolomé de las Casas. Ése es un nombre que se ha de llevar en el
corazón, como el de un hermano. Bartolomé de las Casas era feo y
flaco, de hablar confuso y precipitado, y de mucha nariz; pero se le veía
en el fuego limpio de los ojos el alma sublime.
De México trataremos hoy, porque las láminas son de México. A México
lo poblaron primero los toltecas bravos, que seguían, con los escudos
de cañas en alto, al capitán que llevaba el escudo con rondelas de
oro. Luego los toltecas se dieron al lujo; y vinieron del Norte con
fuerza terrible, vestidos de pieles, los chichimecas bárbaros, que se
quedaron en el país, y tuvieron reyes de gran sabiduría. Los pueblos
libres de los alrededores se juntaron después, con los aztecas astutos
a la cabeza, y les ganaron el gobierno a los chichimecas, que vivían ya
descuidados y viciosos. Los aztecas gobernaron como comerciantes,
juntando riquezas y oprimiendo al país; y cuando llegó Cortés con sus
españoles, venció a los aztecas con la ayuda de los cien mil guerreros
indios que se le fueron uniendo, a su paso por entre los pueblos
oprimidos.
Las armas de fuego y las armaduras de hierro de los españoles no
amedrentaron a los héroes indios; pero ya no quería obedecer a sus héroes
el pueblo fanático, que creyó que aquellos eran los soldados del dios
Quetzalcoatl que los sacerdotes les anunciaban que volvería del cielo a
libertarlos de la tiranía. Cortés conoció las rivalidades de los
indios, puso en mal a los que se tenían celos, fue separando de sus
pueblos acobardados a los jefes, se ganó con regalos o aterró
con amenazas a los débiles, encarceló o asesinó a los juiciosos y a
los bravos; y los sacerdotes que vinieron de España después de los
soldados echaron abajo el templo del dios indio, y pusieron encima el
templo de su dios.
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