El mundo tiene más jóvenes que
viejos. La mayoría de la humanidad es de jóvenes y niños. La juventud es la
edad del crecimiento y del desarrollo, de la actividad y la viveza, de la
imaginación y el ímpetu. Cuando no se ha cuidado del corazón y la mente en
los años jóvenes, bien se puede temer que la ancianidad sea desolada y triste.
Bien dijo el poeta Southey, que los primeros veinte años de la vida son los que
tienen más poder en el carácter del hombre. Cada ser humano lleva en sí un
hombre ideal, lo mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua
tan bella como la que el griego Praxiteles hizo del dios Apolo. La educación
comienza con la vida, y no acaba sino con la muerte. El cuerpo es siempre el
mismo, y decae con la edad; la mente cambia sin cesar, y se enriquece y
perfecciona con los años. Pero las cualidades esenciales del carácter, lo
original y enérgico de cada hombre, se deja ver desde la infancia en un acto,
en una idea, en una mirada.
En el mismo hombre suelen
ir unidos un corazón pequeño y un talento grande. Pero todo hombre tiene el
deber de cultivar su inteligencia, por respeto a sí propio y al mundo. Lo
general es que el hombre no logre en la vida un bienestar permanente sino
después de muchos años de esperar con paciencia y de ser bueno, sin cansarse
nunca. El ser bueno da gusto, y lo hace a uno fuerte y feliz. "La verdad
es- dice el norteamericano Emerson- que la verdadera novela del mundo está en
la vida del hombre, y no hay fábula ni romance que recree más la imaginación
que la historia de un hombre bravo que ha cumplido con su deber".
Es notable la diferencia de
edades en que llegan los hombres a la fuerza del talento. "Hay algunos-dice
el inglés Bacon- que maduran mucho antes de la edad y se van como vienen",
que es lo mismo que dice en su latín elegante Quintiliano. Eso se ve en
muchos niños precoces, que parecen prodigios de sabiduría en sus primeros
años, y quedan oscurecidos en cuanto entran en los años mayores.
Heinecken, el niño de la antigua
ciudad de Lubeck, aprendió de memoria casi toda la Biblia cuando tenía dos
años; a los tres años, hablaba latín y francés; a los cuatro ya lo tenían
estudiando la historia de la iglesia cristiana, y murió a los cinco. De esa
pobre criatura puede decirse lo de Bacon: "El carro de Faetón no anduvo
más que un día".
Hay niños que logran salvar la
inteligencia de estas exaltaciones de la precocidad, y aumentan e la edad mayor
las glorias de su infancia. En los músicos se ve esto. con frecuencia, porque
la agitación del arte es natural y sana, y el alma que la siente padece más de
contenerla que de darle salida. Haendel a los diez años había compuesto un
libro de sonatas. Su padre lo quería hacer abogado, y le prohibió tocar un
instrumento; pero el niño se procuró a escondidas un clavicordio mudo, y
pasaba las noches tocando a oscuras en las teclas sin sonido. El duque de
Sajonia Weissenfelds logró a fuerza de ruegos que el padre permitiera aprender
la música a aquel genio perseverante, y a los diez y seis Haendel había puesto
en música el Almira. En veintitrés días compuso su gran obra
El Mesías, a los cincuenta y siete años, y cuando murió, a
los sesenta y siete, todavía estaba escribiendo óperas y oratorios
Haydn fue casi tan
precoz como Haendel, y a los trece años ya había compuesto una misa;
pero lo mejor de él, que es la Creación, lo escribió
cuando tenía sesenta y cinco. A Sebastián Bach le fue casi tan
difícil como a Haendel aprender la primera música, porque su hermano
mayor, el organista Cristóbal, tenía celos de él, y le escondió el
libro donde estaban las mejores piezas de los maestros del clavicordio.
Pero Sebastián encontró el libro en una alacena, se lo llevó a su
cuarto, y empezó a copiarlo a deshoras de la noche, a la luz del cielo,
que en verano es muy claro, o la luz de la luna. Su hermano lo
descubrió, y tuvo la crueldad de llevarse el libro y la copia, lo que
de nada le valió, porque a los diez y ocho años ya estaban
Sebastián de músico en la corte famosa de Weimar, y no tenía como
organista más rival que Haendel.
Pero de todos los niños prodigiosos en el arte de la música, el más
célebre es Mozart. No parecía que necesitaba de maestros para
aprender. A los cuatro años, cuando aún no sabía escribir, ya
componía tonadas; a los seis arregló un concierto para piano, y a los
doce ya no tenía igual como pianista, y compuso la Finta
Semplice, que fue su primera ópera. Aquellos maestros serios no
sabían cómo entender a un niño que improvisaba fugas dificilísimas
sobre un tema desconocido, y se ponía enseguida a jugar a caballito con
el bastón de su padre. El padre anduvo enseñándolo por las
principales ciudades de Europa, vestido como un príncipe, con su
casaquita color de pulga, sus polainas de terciopelo, sus zapatos de
hebilla, y el pelo largo y rizado, atado por detrás como las pelucas.
El padre no se cuidaba de la salud del pianista pigmeo, que no era
buena, sino de sacar de él cuanto dinero podía. Pero a Mozart lo
salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en música, pero un
niño en todo lo demás. A los catorce años compuso su ópera de Mitridates,
que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en su
cama de moribundo, consumido por la agitación de su vida y el trabajo
desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras
más perfectas.
El padre de Beethoven quería hacer de él una maravilla, y le enseñó
a fuerza de porrazos y penitencias tanta música, que a los trece años
el niño tocaba en público y había compuesto tres sonatas. Pero hasta
los veintiuno no empezó a producir sus obras sublimes. Weber, que era
un muchacho muy travieso, publicó a los doce sus seis primeras fugas, y
a los catorce compuso su ópera Las Ninfas del Bosque: la
famosísima del Cazador la compuso a los treinta y
seis. Mendelssohn aprendió a tocar antes que a hablar, y a los doce
años ya había escrito tres cuartetos para piano, violines y
contrabajo: diez y seis años cumplía cuando acabó su primera ópera Las
Bodas de Camacho; a los diez y ocho escribió su sonata en si
bemol; antes de los veinte compuso su Sueño de una Noche de
Verano; a los veintidós su Sinfonía de Reforma, y no cesó de
escribir obras profundas y dificilísimas hasta los treinta y ocho, que
murió. Meyerbeer era a los nueve pianista excelente, y a los diez y
ocho puso en el teatro de Munich su primera pieza La hija de Jephté;
pero hasta los treinta y siete no ganó fama con su Roberto el
Diablo.
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