Cuatro siglos
es mucho, son cuatrocientos años. Cuatrocientos años hace que vivió el Padre
las Casas, y parece que está vivo todavía, porque fue bueno. No se puede ser
un lirio sin pensar en el Padre Las Casas, porque con la bondad se le fue
poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo escribir, con su
túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas, peleando con la pluma de ave
porque no escribía de prisa. Y otras veces se levantaba del sillón. como si le
quemase: se apretaba las sienes con las dos manos, andaba a pasos grandes por la
celda, y parecía como si tuviera un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en
su libro famoso de la Destrucción de las India, los horrores que vio en las
Américas cuando vino de España la gente a la conquista. Se le encendían los
ojos, y se volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llena de
lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios.
Aprendió en España a licenciado, que era algo en
aquellos tiempos, y vino con Colón a la isla Española en un barco de aquellos
de velas infladas y como cáscara de nuez. Hablaba mucho a bordo, y con muchos
latines. Decían los marineros que era grande su saber para un mozo de
veinticuatro años. El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Iba
alegre en el barco, como aquel que va a ver maravillas. Pero desde que llegó,
empezó a hablar poco. La tierra, si, era muy hermosa, y se vivía como en una
flor: ¡pero aquellos conquistadores asesinos debían de venir del infierno, no
de España! Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no
salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en diez
años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la
Española: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a
trabajo en las minas: él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban
porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas:
él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo
dónde había más oro: él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer,
porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le
mandó cortar en castigo, las orejas: él no ponía el jubón de lujo, y aquella
capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las doce, a ver la
quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco
indios. Él los vio quemar, los vio mirar con desprecio desde la hoguera a sus
verdugos; y ya nunca se puso más que el jubón negro, ni cargó caña de oro,
como los otros licenciados ricos y regordetes, sino que se fue a consolar a los
indios por el monte, sin más ayuda que su bastón de rama de árbol.
Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos indios
de honor quedaban en la Española. Como amigos habían recibido ellos a los
hombres blancos de las barbas: ellos les habían regalado con su miel y su
maíz, y el mismo rey Behechió le dio de mujer a un español hermoso su hija
Higuemota, que era como la torcaza y como la palma real: ellos les habían
enseñado sus montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y sus adornos, todos
de oro fino, y les habían puesto sobre la coraza y guanteletes de la armadura
pulseras de las suyas, y collares de oro: ¡y aquellos hombres crueles los
cargaban de cadenas; les quitaban sus indias, y sus hijos; los metían en lo
hondo de la mina, a halar la carga de piedra con la frente; se los repartían, y
los marcaban con el hierro, como esclavos!: en la carne viva los marcaban con el
hierro.
En aquel país de pájaros y
de frutas los hombres eran bellos y amables; pero no eran fuertes. Tenían el
pensamiento azul como el cielo, y claro como el arroyo: pero no sabían matar,
forrados de hierro, con el arcabuz cargado de pólvora. Con huesos de fruta y
con gajos de mamey no se puede atravesar una coraza. Caían, como las plumas y
las hojas. Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de
perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño
Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar al
reyecito bravo, a Guarocuya! Él saltaba el arroyo, de orilla a orilla; él
clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a la hora de andar, a la cabeza iba
él; se le oía la risa de noche, como un canto: lo que él no quería era que
lo llevase nadie en hombros. Así iban por el monte, cuando se les apareció
entre los españoles armados el Padre las Casas, con sus ojos tristísimos, en
su jubón y su ferreruelo. Él no les disparaba el arcabuz: él les abría los
brazos. Y le dio un beso a Guarocuya.
Ya
en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de él. Era flaco, y de
nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía más poder
que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en cara a los
encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba a palacio, a
pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales; esperaba en el
portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con las manos a la
espalda, para decirles que venía lleno de espanto, que había visto morir a
seis mil niños indios en tres meses. Y los oidores le decían: "Cálmese,
licenciado, que ya se hará justicia": se echaban el ferreruelo al
hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del país,
y tenían buen vino y buena miel de Alcarria. Ni merienda ni sueño había
para las Casas: sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que
los encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito los buscasen mejor
a los indios cimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre,
cuando sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio
la mano: creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la
remediaba; sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos
todos los indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lo dejaban
solo: de sacerdote tendría la fuerza de la iglesia, y volvería a España, y
daría los recados del cielo, y si la corte no acababa con el asesinato, con
el tormento, con la esclavitud, con las minas, haría temblar a la corte. Y el
día en que entró de sacerdote, toda la isla fue a verlo, con el asombro de
que tomara aquella carrera un licenciado de fortuna: y las indias le echaron
al pasar a sus hijitos, a que le besasen los hábitos.
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