Martí, el escritor

La Edad de Oro
El padre las casas

 

     Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los indios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de pelea con el rey mismo: contra España toda, él solo, de pelea. Colón fue el primero que mandó a España a los indos en esclavitud, para pagar con ellos las ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino de conquista, tomó en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos. La reina, allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud: pero los encomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas. "Yo he visto traer a centenares maniatadas a estas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a las ovejas." Fue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror, porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlos de leñas a las quemazones de los taínos. En una isla donde había quinientos mil, "vio con sus ojos", los indios que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores soldados bárbaros, que no sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, para enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas! De noche, desvelado de la angustia, hablaba con su amigo Rentería, otro español de oro. ¡Al rey había que ir a pedir justicia, al rey Fernando de Aragón! Se embarcó en la galera de tres palos, y se fue a ver al rey.

   Seis veces fue a España, con la fuerza de su virtud, aquel padre que "no probaba carne". Ni al rey le tenía él miedo, ni a la tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era malo; y en la bonanza se estaba el día en el puente, apuntando sus razones en papel de hilo, y dando a que le llenaran de tinta el tintero de cuerno, "porque la maldad no se cura sino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendo donde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano". Si en Madrid estaba el rey, antes que a la posada a descansar del viaje, iba al palacio. Si estaba en Viena, cuando el rey Carlos de los españoles era emperador de Alemania, se ponía en hábito nuevo, y se iba a Viena. Si era su enemigo Fonseca el que mandaba en la junta de abogados y clérigos que tenía el rey para las cosas de América, a su enemigo se iba a ver, y a ponerle pleito al Consejo de India. Si el cronista Oviedo, el de la "Natural Historia de las Indias", había escrito de los americanos las falsedades que los que tenían las encomiendas le mandaban poner, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le estuviera el rey pagando por escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el maestro del rey Felipe, defendía en sus "Conclusiones" el derecho de la corona a repartir como siervos, y a dar muerte a los indios, porque no eran cristianos, a Sepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticia de Cristo que la que les habían llevado los arcabuces. Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía fuerte y ronca la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz.

   O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años, escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos, que era cuanto en su tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo. Eso era mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres. Llorente, que ha escrito la "Vida de las Casas", escribió también la "Historias de la Inquisición", que era quien quemaba: el rey iba de gala a ver la quemazón, con la reina y los caballeros de la corte: delante de los condenados venían cantando los obispos, con un estandarte verde: de la hoguera salía el humo negro. Y Fonseca y Sepúlveda querían que "el clérigo" las Casas dijese en sus disputas algún pecado contra la autoridad de la iglesia, para que los inquisidores lo condenaran por hereje. Pero "el clérigo" le decía a Fonseca: "¡Lo que yo digo es lo que dijo en su testamento la buena reina Isabel; y tú me quieres mal y me calumnias, porque te quito el pan de sangre que comes, y acuso la encomienda de indios que tienes en América!". Y a Sepúlveda que ya era confesor de Felipe II, le decía: "Tú eres disputador famoso, y te llaman el Livio de España por tus historias; pero yo no tengo miedo al elocuente que habla contra su corazón, y que defiende la maldad, y te desafío a que me pruebes en plática abierta que los indios son malhechores y demonio, cuando son claros y buenos como la luz del día, e inofensivos y sencillos como las mariposas." Y duró cinco días la plática con Sepúlveda: Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. El clérigo lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veía hincharse la frente. En cuanto a Sepúlveda se sentaba satisfecho, como el que hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico, regañón, confuso, apresurado. "¡No es verdad que los indios de México mataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte apenas, que es menos de lo que mata España en la horca!" "¡No es verdad que sean gente bárbara y de pecados horribles, porque no hay pecado suyo que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros quién, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para compararnos con ellos en tiernos y amigables; ni es para tratarlo como a fiera un pueblo que tiene virtudes, y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!" "¡No es verdad, sino iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar religión a un indio sea echarlo en nombre de la religión a los trabaos de las bestias; y quitarle los hijos y lo que tiene de comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los bueyes!" Y citaba versículos de la Biblia, artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte.