Solo estuvo en la pelea; solo
cuando Fernando, que a nada se supo atrever, ni quería descontentar a los de la
conquista, que le mandaban a la corte tan buen oro: solo cuando Carlos V, que de
niño lo oyó con veneración, pero lo engañaba después cuando entró en
ambiciones que requería mucho gastar, y no estaba para ponerse por las
"cosas del clérigo" en contra de los de América, que le enviaban de
tributo los galeones de oro y joyas; solo cuando Felipe II, que se gastó un
reino en procurarse otro, y lo dejó todo a su muerte envenenado y frío, como
el agujero en que ha dormido la víbora. Si iba a ver al rey, se encontraba la
antesala llena de amigos de los encomenderos, todos de seda y sombreros de
plumas, con collares de oro de los indios americanos: al ministro no le podía
hablar, porque tenía encomiendas él, y tenía minas, o gozaba los frutos de
las que poseía en cabeza de otros. De miedo de perder el favor de la corte, no
le ayudaban los mismos que no tenían en América interés. Los que más le
respetaban, por bravo, por justo, por astuto, por elocuente, no lo querían
decir, o lo decían donde no los oyeran: porque los hombres suelen admirar al
virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias;
pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen
maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y
le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de
ánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás le ayuden,
porque estará siempre solo: ¡pero con la alegría de obrar bien, que se parece
al cielo de la mañana en la claridad!.
Y como él era tan sagaz que no decía cosa que pudiera ofender al
rey ni a la Inquisición, sino que pedía la bondad von los indios para bien del
rey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no tenían los de la corte
modo de negársele a las claras, sino que fingían estimarle mucho el celo, y
una vez le daban el título de "Protector Universal de los Indios",
con la firma de Fernando, pero sin modo de que le acatasen la autoridad de
proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de razonar, le dijeron que pusiera
en papel las razones por que opinaba que no debían ser esclavos los indios; y
otra le dieron poder para que llevase trabajadores de España a una colonia de
Cumaná donde se había de ver a los indios con amor, y no halló en toda
España sino cincuenta que quisieran ir a trabajar, los cuales fueron, con un
vestido que tenía una cruz al pecho, pero no pudieron poner la colonia, porque
el "adelantado" había ido antes que ellos con las armas, y los indios
enfurecidos disparaban sus flechas de punta envenenada contra todo el que
llevaba cruz. Y por fin le encargaron, como por entretenerlo, que pidiese las
leyes que le parecían a él bien para los indios, "¡cuantas leyes
quisiera, pues, que por ley más o menos no hemos de pelear!" y él las
escribía, y las mandaba el rey cumplir, pero en el barco iba la ley, y el modo
de desobedecerla. El rey le daba audiencia, y hacía como que le tomaba consejo;
pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos y sus ojos de zorra, a traer
los recados de los que mandaban los galeones, y lo que se hacía de verdad era
lo que decía Sepúlveda. Las Casas lo sabía, lo sabía bien; pero ni bajó el
tono, ni se cansó de acusar, ni de llamar crimen a lo que era, ni de contar en
su "Descripción" las "crueldades", para que el rey mandara
al menos que no fuesen tantas, por la vergüenza de que lo supiera el mundo. El
nombre de los malos no lo decía, porque era noble y les tuvo compasión. Y
escribía como hablaba, con la letra fuerte y desigual, llena de chispazos de
tinta, como caballo que lleva de jinete a quien quiere llegar pronto, y va
levantando el polvo y sacando luces de la piedra.
Fue obispo por fin, pero no de Cusco, que era
obispado rico, sino de Chiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey , vivían
los indios en mayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios: pero no
sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino a
acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no cumplían con
la ley nueva que mandabas poner libres a los indios, a hablar en los consejos
del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y terribles, y dejaban
a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha pasado el vendaval.
Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de su
lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le
daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para
ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados -todos armados, contra un
viejo flaco y solo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no
volviera a entrar en la población. El venía a pie, con su bastón, y con dos
españoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo: porque es verdad
que las Casas, por el amor de los indios, aconsejó al principio de la conquista
que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistían mejor el calor; pero
luego que los vio padecer, se golpeaba el pecho, y decía: "¡con mi sangre
quisiera pagar el pecado de aquel consejo que di por mi amor a los indios!"
Con su negro cariñoso venía, y los dos españoles buenos. Venía tal vez de
ver cómo salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la puerta
de su templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían matado al
marido de su corazón, que fue de noche a rezarle a los dioses: ¡y vio de
pronto las Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían
echado para que no entrase! ¡Él les daba a los indios su vida, y los indios
venían a atacar a su salvador, porque se lo mandaban los que los azotaban! Y no
se quejó, sino que dijo así: "Pues por eso, hijos míos, os tengo que
defender más, porque os tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para
agradecer." Y los indios llorando, se echaron a sus pies, y le pidieron
perdón. Y entró en Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados
de arcabuz y cañón, como para ir a la guerra. Casi a escondidas tuvo que
embarcarlo para España el virrey, porque los encomenderos lo querían matar. El
se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin
cansarse, a los noventa y dos años.
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