Y ¡que hermosa era
Tenochtitlán, la ciudad capital de los aztecas, cuando llegó a México
Cortés! Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía siempre
como en feria. Las calles eran de agua unas, y de tierra otras; y las
plazas espaciosas y muchas; y los alrededores sembrados de una gran
arboleda. Por los canales andaban las canoas, tan veloces y diestras como
si tuviesen entendimiento; y había tantas a veces que se podía andar
sobre ellas, como sobre la tierra firme. En una venían frutas, y en otras
flores, y en otras jarros y tazas, y demás cosas de la alfarería. En los
mercados hervía la gente, saludándose con amor, yendo de puesto en
puesto, celebrando al rey o diciendo mal de él, curioseando y vendiendo.
Las casas eran de adobe, que es el ladrillo sin cocer, o de calicanto, si
el dueño era rico. Y en su pirámide de cinco terrazas se levantaba por
sobre toda la ciudad, con sus cuarenta templos menores a los pies, el
templo magno de Huizilopochtli, de ébano y jaspes, con mármol como nubes
y con cedros de olor, sin apagar jamás, allá en el tope, las llamas
sagradas de sus seiscientos braseros. En las calles, abajo, la gente iba y
venía, en sus túnicas cortas y sin mangas, blancas o de colores, o
blancas y bordadas, y unos zapatos flojos, que eran como sandalias de botín.
Por una esquina salía u grupo de niños disparando con la cerbatana
semillas de frutas, o tocando a compás en sus pitos de barro, de camino
para la escuela, donde aprendían oficios de mano, baile y canto, con sus
lecciones de lanza y flecha, y sus horas para la siembra y el cultivo;
porque todo hombre ha de aprender a trabajar en el campo, a hacer las
cosas con sus propias manos, y a defenderse. Pasaba un señorón con su
manto largo adornado de plumas, y su secretario al lado, que le iba
desdoblando el libro acabado de pintar, con todas las figuras y signos del
lado de adentro, para que al cerrarse no quedara lo escrito de la parte de
las dobleces. Detrás del señorón venían tres guerreros con cascos de
madera, uno con forma de cabeza de serpiente, y el otro de lobo, y el otro
de tigre, y por fuera la piel, pero con el casco de modo que se les viese
encima de la oreja las tres rayas que era entonces la señal del valor. Un
criado llevaba en un jaulón de carrizos un pájaro de amarillo de oro,
para la pajarera del rey, que tenía muchas aves, y muchos peces de plata
y carmín en peceras de mármol, escondidos en los laberintos de sus
jardines. Otro venía calle arriba dando voces, para que abrieran paso a
los embajadores que salían con el escudo atado al brazo izquierdo, y la
flecha de punta a la tierra a pedir cautivos a los pueblos tributarios. En
el quicio de su casa cantaba un carpintero, remendando con mucha habilidad
una silla en figura de águila, que tenía caída la guarnición de oro y
seda de la piel de venado del asiento. Iban otros cargados de pieles
pintadas, parándose a cada puerta, por si les querían comprar la
colorada o la azul, que ponían entonces como los cuadros de ahora, de
adorno en las salas. Venía la viuda de vuelta del mercado con el
sirviente detrás, sin manos para sujetar toda la compra de jarros de
Cholula y de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde, fino como una
hoja de papel; de un espejo de piedra bruñida, donde se veía la cara con
más suavidad que en el cristal; de una tela de grano muy junto, que no
perdía nunca el color; de un pez de escamas de plata y oro que estaban
como sueltas; de una cotorra de cobre esmaltado, a la que le iban moviendo
el pico y las alas. O se paraban en la calle las gentes, a ver pasar a los
dos recién casados, con la túnica del novio cosida a la de la novia,
como para pregonar que estaban juntos en el mundo hasta la muerte; y detrás
les corría un chiquitín, arrastrando su carro de juguete. Otros hacían
grupo para oír al viajero que contaba lo que venía de ver en la tierra
brava de los zapotecas, donde había otro rey que mandaba en los templos y
en el mismo palacio real, y no salía nunca a pie, sino en hombro delos
sacerdotes, oyendo las súplicas del pueblo, que pedía por su medio los
favores al que manda al mundo desde el cielo, y a los reyes en el palacio,
y a los otros reyes que andan en los hombros de los sacerdotes. Otros, en
el grupo de al lado, decían que era bueno el discurso en que contó el
sacerdote la historia del guerrero que se enterró ayer, y que fue rico el
funeral, con la bandera que decía las batallas que ganó, y los criados
que llevaban en bandejas de ocho metales diferentes las cosas de comer que
eran del gusto del guerrero muerto. Se oía entre las conversaciones dela
calle el rumor de los árboles de los patios y el ruido de las limas y el
artillo. ¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo apenas unos
cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno
que otro anillo labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tulán, la
ciudad dela gran feria. No existe Texcoco, el pueblo de los palacios. Los
indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza,
mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les
quedan atrás, no se ponen el sombrero. De ese lado de México, donde
vivieron todos esos pueblos de una misma lengua y familia que se fueron
ganando el poder por todo el centro de la costa del Pacífico en que
estaban los nahuatles, no quedó después de la conquista una ciudad
entera, ni un templo entero.
De Cholula, de aquella Cholula de
los templos, que dejó asombrado a Cortés, no quedan más que los restos
de la pirámide de cuatro terrazas, dos veces más grande que la famosa
pirámide de Cheops. En Xochicalco sólo está en pie, en la cumbre de su
eminencia llena de túneles y arcos, el templo de granito cincelado, con
las piezas enormes tan juntas que no se ve la unión, y la piedra tan dura
que no se sabe ni con qué instrumento la pudieron cortar, ni con qué máquina
la subieron tan arriba. En Centla, revueltas por la tierra, se ven las
antiguas fortificaciones. El francés Charnay acaba de desenterrar en Tula
una casa de veinticuatro cuartos, con quince escaleras tan bellas y
caprichosas, que dice que son "obra de arrebatador interés". En
la Quemada cubren el Cerro de los Edificios las ruinas de los bastimentos
y cortinas dela fortaleza, los pedazos de las colosales columnas de pórfido.
Mitla era la ciudad de los zapotecas: en Mitla están aún en toda su
beldad las paredes del palacio donde el príncipe que iba siempre en
hombros venía a decir al rey lo que mandaba hacer desde el cielo el dios
que se creó a sí mismo, el Pitao-Cozaana. Sostenían el techo las
columnas de vigas talladas, sin base ni capitel, que no se han caído
todavía, y que parecen en aquella soledad más imponentes que las montañas
que rodean el valle frondoso en que se levanta Mitla. De entre la maleza,
alta como los árboles, salen aquellas paredes tan hermosas, todas
cubiertas de las más finas grescas y dibujos, sin curva ninguna, sino con
rectas y ángulos compuestos con mucha gracia y majestad.
Pero las ruinas más bellas
de México no están por allí, sino por donde vivieron los mayas, que
eran gente guerrera y de mucho poder, y recibían de los pueblos del mar
visitas y embajadores. De los mayas de Oaxaca es la ciudad célebre de
Palenque, con su palacio de muros fuertes cubiertos de piedras talladas,
que figuran hombres de cabeza de pico con la boca muy hacia afuera,
vestidos de trajes de gran ornamento, y la cabeza con penachos de plumas.
es grandiosa la entrada del palacio, con las catorce puertas, y aquellos
gigantes de piedra que hay entre una puerta y otra. Por dentro y fuera está
el estuco que cubre la pared lleno de pinturas rojas, azules, negras, y
blancas. En el interior está el patio, rodeado de columnas. Y hay un
templo dela Cruz, que se llama así, porque en una de las piedras están
dos que parecen sacerdotes a los lados de una como cruz, tan alta como
ellos; sólo que no es cruz cristiana, sino como la de los que creen en la
religión de Buda, que también tiene su cruz. Pero ni el Palenque se
puede comparar a las ruinas de los mayas yucatecos, que son más extrañas
y hermosas.
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