Y al teatro van para que no se
les acabe la fuerza del corazón. ¡En el teatro no hay franceses! En el teatro
les cuentan los cómicos las historias de cuando Anam era país grande, y de
tanta riqueza que los vecinos lo querían conquistar; pero había muchos reyes,
y cada rey quería las tierras de los otros, así que en las peleas se gastó el
país, y los de afuera, los chinos, los de Siam, los franceses, se juntaban con
el caído para quitar el mando al vencedor, y luego se quedaban de amos, y
tenían en odio a los partidos de la pelea, para que no se juntasen contra el de
afuera, como se debían juntar, y lo echaran por entrometido y alevoso, que
viene como amigo, vestido de paloma, y en cuanto se ve en el país se quita las
plumas, y se le ve como es, tigre ladrón. En Anam el teatro no es de lo que
sucede ahora, sino la historia del país; y la guerra que el bravo An-Yang le
ganó al chino Chau-Tu; y los combates de las dos mujeres, Cheng Tseh y Cheng
Urh, que se vistieron de guerreras, y montaron a caballo, y fueron de generales
de la gente de Anam, y echaron de sus trincheras a los chinos; y las guerras de
los reyes, cuando el hermano del rey muerto quería mandar en Anam, en lugar de
su sobrino, o venía el rey de lejos a quitarle la tierra al rey de Hue. Los
anamitas, encuclillados, oyen la historia, que no cuentan los cómicos hablando
o cantando, como en los dramas o en las óperas, sino con una música de mucho
ruido que no deja oír lo que dicen los cómicos, que vienen vestidos con
túnicas muy ricas, bordadas de flores y pájaros que nunca se han visto, con
cascos de oro muy labrados en la cabeza, y alas en la cintura, cuando son
generales, y dos plumas muy largas en el casco, si son príncipes: y si son
gente así, de mucho poder, no se sientan en las sillas de siempre, sino en
sillas muy altas. Y cuentan, y pelean, y saludan, y conversan, y hacen que toman
té, y entran por la puerta de la derecha, y salen por la puerta de la
izquierda; y la música toca sin parar, con sus platillos y su timbalón y su
clarín y su violinete; y es un tocar extraño, que parece de aullidos y de
gritos sin arreglo y sin orden, pero se ve que tienen un tono triste cuando se
habla de muerte, y otro como de procesión de mucha alegría cuando entra, con
su barba blanca, el gran sacerdote; y cada tono lo adornan los músicos como les
parece bien, inventando el acompañamiento según lo van tocando, de modo que
parece que es música sin regla, aunque si se pone bien el oído se ve que la
regla de ellos es dejarle la idea libre al que toca, para que se entusiasme de
veras con los pensamientos del drama, y ponga en la música la alegría, o la
pena, o la poesía, o la furia que sienta en el corazón, sin olvidarse del tono
de la música vieja, que todos los de la orquesta tienen que saber, para que
haya una guía en medio del desorden de su invención, que es mucho de veras,
porque el que no conoce sus tonos no oye más que los tamborazos y la
algarabía; y así sucede en los teatros de Anam que a un europeo le da dolor de
cabeza, y le parece odiosa, la música que al anamita que está junto a él le
hace reír de gusto, o llorar de la pena, según estén los músicos contando la
historia del letrado pobre que a fuerza de ingenio se fue burlando de los
consejeros del rey, hasta que el consejero llegó a ser pobre. -o la otra
historia triste del príncipe que se arrepintió de haber llamado al extranjero
a mandar en su país, y se
dejó morir de hambre a los pies de Buda, cuando no había remedio ya, y
habían entrado a miles en la tierra cobarde los extranjeros ambiciosos, y
mandaban en el oro y las fábricas de seda, y en el reparto de las
tierras, y en el tribunal de justicia los extranjeros, y los hijos mismos
de la tierra ayudaban al extranjero a maltratar al que defendía con el
corazón la libertad de la tierra: la música entonces toca bajo y
despacio, y como si llorase, y como si se escondiese debajo de la tierra:
y los actores, como si pasase un entierro, se cubren con las mangas del
traje las caras. Y así es la música de sus dramas de historia, y de los
de pelea, y los de casamiento, mientras los actores gritan y andan delante
de los músicos en el escenario, y los generales se echan por la tierra,
para figurar que están muertos, o pasan la pierna derecha por sobre la
espalda de un asilla, para decir que van a montar a caballo, o entran por
entre una cortinas el novio y la princesa, para que se sepa que se acaban
de casar. Porque el teatro es un salón abierto, sin las bambalinas ni
bastidores, y sin aparatos ni pinturas; sino que cuando la escena va a
cambiar, sale un regidor de blusa y turbante, y se lo dice al público, o
pone una mesa, que quiere decir banquete, o cuelga una lanza al fondo, que
quiere decir batalla, o sopla el alcohol que trae en la boca sobre una
antorcha encendida, lo que quiere decir que hay incendio. Y este de la
blusa, que anda poniendo y quitando, sale y entra entre los que hacen de
príncipes de seda y generales de oro, de mil años atrás, cuando los
parientes del príncipe Ly-Tieng-Vuong querían darle a beber una taza de
té envenenado. Allá adentro, en lo que no se ve del teatro, hay como un
mostrador, con cajas de pintarse y espejos en la pared, y un rosario de
barbas, de donde el que hace de loco toma la amarilla, y la colorada el
que hace de fiero, y la negra el que hace de rey hermoso, y el que hace de
viejo viejo toma la barba blanca. Y se pinta la cara el que hace de
gobernador, de colorado y de negro. Por encima de todo, en lo más alto de
la pared, hay una estatua de Buda. Al salir del teatro, los anamitas van
hablando mucho, como enojados, como si quisieran echar a correr, y parece
que quieren quieren convencer a sus amigos cobardes, y que los amenazan.
De la pagoda salen callados, con la cabeza baja, con las manos en los
bolsillos de la blusa azul. Y si un francés les pregunta algo en el
camino, le dicen en su lengua: «No sé». Y si un anamita les de algo en
secreto, le dicen: «¡Quién sabe!»
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