Martí, el escritor

La Edad de Oro
Un paseo por la tierra de los anamitas

     Y se pasean callados, a paso igual y triste, sin sorprenderse de nada, aprendiendo lo que no saben, con las manos en los bolsillos de la blusa: de la blusa azul, sujeta al cuello con un botón de cristal amarillo; y por zapato llevan una suela de cordón, atada al tobillo con cintas. Ése es el traje del pescador; del que fabrica las casa de caña, con el techo de paja de arroz; del marino ligero, en su barca de dos puntas; del ebanista, que maneja la herramienta con los pies y las manos, y embute los adornos de nácar en las camas y sillas de madera preciosa; del tejedor, que con los hilos de plata y de oro borda pájaros de tres cabezas, y leones con picos y alas, y cigüeñas con ojos de hombre, y dioses de mil brazos: ése es el traje del pobre cargador, que se muere joven del cansancio de halar la djinrikisha, que es el coche de dos ruedas, del que va halando el anamita pobre: trota, trota como un caballo: más que el caballo anda, y más aprisa: ¡y dentro, sin pena y sin vergüenza, va un hombre sentado!: como los caballos se mueren después, del mal de correr, los pobres cargadores. Y de beber clarete y borgoña, y del mucho comer, se mueren, colorados y gordos, los que se dejan halar en la djinrikisha, echándose aire con el abanico: los militares ingleses, los empleados franceses, los comerciantes chinos.

   ¿Y ese pueblo de hombres trotones es el que levantó las pagodas de tres pisos, con lagos en los patios, y casas para cada dios, y calles de estatuas; el que fabricó leones de porcelana y gigantes de bronce; el que tejió la seda con tanto color que centellea al sol, con una capa de brillantes? A eso llegan los pueblos que se cansan de defenderse: a halar como las bestias del carro de sus amos, y el amo va en el carro, colorado y gordo. Los anamitas están ahora cansados. A los pueblos pequeños les cuesta mucho trabajo vivir. 

El pueblo anamita se ha estado siempre defendiendo. Los vecinos fuertes, el chino y el siamés, lo han querido conquistar. Para defenderse del siamés, entró en amistades con el chino, que le dio mucho amores, y lo recibió con procesiones y fuegos y fiestas en los ríos, y le llamó "querido hermano". Pero luego que entró en la tierra de Anam, lo quiso mandar como dueño, hace como dos mil años: ¡y dos mil años hace que los anamitas se están defendiendo de los chinos! Y con los franceses les sucedió así también, porque con esos modos de mando que tiene los reyes no llegan nunca los pueblos a crecer, y más allá, que es como en China, donde dicen que el rey es hijo del cielo, y creen pecado mirarlo cara a cara, aunque los reyes saben que son hombres como los demás, y pelean unos contra otros para tener más pueblos y riquezas: y los hombres mueren sin saber por qué, defendiendo a un rey o a otro. En una de esas peleas de reyes andaba por Anam un obispo francés, que hizo creer al rey vencido que Luis XVI de Francia le daría con qué pelear contra el que le quitó el mando al de Anam: y e obispo se fue a Francia con el hijo del rey, y luego vino solo, porque con la revolución que había en París no lo podía Luis XVI ayudar; juntó a los franceses que había por la India de Asia: entró en Anam; quitó el poder al rey nuevo; puso el rey de antes a mandar. 

Pero quien mandaba de veras eran los franceses, que querían para ellos todo el país, y quitaban los de Anam para poner lo suyo, hasta que Anam vio que aquel amigo de afuera era peligroso, y valía más estar sin el amigo, y lo echó de una pelea de la tierra, que todavía sabía pelear: sólo que los franceses vinieron luego con mucha fuerza, y con cañones en sus barcos de combate, y el anamita no se pudo defender en el mar con sus barcos de junco, que no tenían cañones: ni pudo mantener sus ciudades, porque con lanzas no se puede pelear contra balas: y por Saigón, que fue por donde entró el francés, hay poca piedra con que fabricar murallas; ni estaba el anamita acostumbrado a ese otro modo de pelear, sino a sus guerras de hombre a hombre, con espada y lanza, pecho a pecho los hombres y los caballos. Pueblo a pueblo se ha estado defendiendo un siglo entero del francés, huyéndole unas veces, otras cayéndole encima, con todo el empuje de los caballos, y despedazándole el ejército: China le mandó sus jinetes de pelea, porque tampoco quieren los chinos al extranjero en su tierra, y echarlo de Anam era como echarlo de China: pero el francés es de otro mundo, que sabe más de guerras y de modos de matar; y pueblo a pueblo, con la sangre a la cintura, les ha ido quitando el país a los anamitas.

 Los anamitas se pasean, calados, a paso igual y triste, con las manos en los bolsillos de la blusa azul. Trabajan. Parecen plateros finos en todo lo que hacen, en la madera, en el nácar, en la armería, en los tejidos, en las pinturas, en los bordados, en los arados. No aran con caballo ni con buey, sino con búfalo. La tela de los vestidos la pintan a mano. Con los cuchillos de tallar labran en la madera dura pueblos enteros, con la casa al fondo, y los barcos navegando por el río, y la gente a miles en los barcos, y árboles, y faroles, y puentes, y botes de pescadores, todo tan menudo como si lo hubieran hecho con la uña. La casa es como para enanos, y tan bien hecha que parece casa de juguete, toda hecha de piezas. Las paredes, las pintan: los techos,  que son de madera, los tallan con mucha labor, como las paredes de afuera; por todos los rincones hay vasos de porcelana, y los grifos de bronce con las alas abiertas, y pantallas de seda bordada, con marcos de bambú. No hay casa sin su ataúd, que es allá un mueble de lujo, con los adornos de nácar: los hijos buenos le dan al padre como regalo un ataúd lujoso, y la muerte es allá como una fiesta, con su música de ruido y sus cantares de pagoda: no les parece que la vida es propiedad del hombre, sino préstamo que le hizo la naturaleza, y morir no es más que volver a la naturaleza de donde se vino, y en la que todo es como hermano del hombre; por lo que suele el que muere decir en su testamento que pongan un brazo o una pierna suya a donde lo puedan picar los pájaros, y devorarlo las fieras, y deshacerlo los animales invisibles que vuelan en el viento. Desde que viven en la esclavitud, van mucho los anamitas a sus pagodas, porque allí les hablan los sacerdotes: van mucho a los teatros, donde no les cuentan cosas de reír, sino la historia de sus generales y sus reyes: ellos oyen encuclillados, callados, la historia de las batallas.