Pero a donde va el gentío con un silencio como de respeto es a la torre
Eiffel,
el más alto y atrevido de los monumentos humanos. Es como el portal de la
exposición. Arrancan de la tierra, rodeados de palacios, sus cuatro pies de
hierro: se juntan en arco, y ya van casi unidos hasta el segundo estrado de la
torre, alto como la pirámide de Cheops: de allí, fina como un encaje, valiente
como un héroe, delgada como una flecha, sube más arriba que el monumento de Washington,
que era la altura mayor entre las obras humanas,, y se hunde, donde no
alcanzan los ojos, en lo azul, con la campanilla, como la cabeza de los montes,
coronada de nubes. -Y todo, de la raíz al tope, es un tejido de hierro. Sin
apoyo apenas se levantó por el aire. Los cuatro pies muerden, como raíces
enormes, en el suelo de arena. Hacia el río, por donde caen dos de los pies, el
suelo era movedizo, le hundieron dos cajones, les sacaron de adentro la tierra
floja, y los llenaron de cimiento seguro. De las cuatro esquinas arrancaron,
como para juntarse en lo alto, los cuatro pies recios: con un andamio fueron
sosteniendo las piezas más altas, que se caían por mucha inclinación: sobre
cuatro pilares de tablones habían levantado el primer estrado, que como una
corona lleva alrededor los nombres de los grandes ingenieros franceses: allá en
el aire, una mañana hermosa, encajaron los cuatro pies en el estrado, como una
espada en una vaina, y se sostuvo sin parales la torre: de allí, como lanzas
que apuntaban al cielo, salieron las vergas delicadas: de cada una colgaba una
grúa: allá arriba subían, danzando por el aire, los pedazos nuevos: los
obreros, agarrados a la verga con las piernas como el marinero al cordaje del
barco, clavaban el ribete, como quien pone el pabellón de la patria en el asta
enemiga: así, acostados de espalda puestos de cara al vacío, sujetos a la
verga que el viento sacudía como una rama, los obreros, con blusa y gorro de
pieles, ajustaban en invierno, en el remolino del vendaval y de la nieve, las
piezas de esquina, los cruceros, los sostenes, y se elevaba por sobre el
universo, como si fuera a colgarse del cielo, aquella blonda calada: en su
navecilla de cuerdas se balanceaban, con la brocha del rojo en las manos, los
pintores. ¡El mundo entero va ahora como moviéndose en la mar, con todos los
pueblos humanos a bordo, y del barco del mundo, la torre es el mástil! Los
vientos se echan sobre la torre, como para derribar a la que los desafía, y
huyen por el espacio azul, vencidos y despedazados. -Allá abajo la gente entra,
como las abajas en el colmenar: por los pies de la torre suben y bajan, por la
escalera de caracol, por los ascensores inclinados, dos mil visitantes a la vez;
los hombres, como gusanos, hormiguean entre las mallas de hierro: el cielo se ve
por entre el tejido como en grandes triángulos azules de cabeza cortada, de
picos agudos. Del primer estrado abierto, con sus cuatro hoteles curiosos, se
sube, por la escalinata de hélice, al descanso segundo, donde se escribe y se
imprime un diario, a la altura de la cúpula de San Pedro.
El cilindro de la prensa da vueltas: los diarios
salen húmedos: al visitante le dan una medalla de plata. Al estado tercero
suben los valientes, a trescientos metros sobre la tierra y el mar, donde no se
oye el ruido de la vida, y el aire, allá en la altura, parece que limpia y
besa; abajo la ciudad se tiende, muda y desierta, como un mapa de relieve:
veinte leguas de ríos que chispean, de valles iluminados, de montes verde
negruzco, se ven con el anteojo; sobre el estrado se levanta la campanilla,
donde dos hombres, en su casa de cristal, estudian los animales del aire, la
carrera de las estrellas, y el camino de los vientos. De una de las raíces de
la torre sube culebreando por el alambre vibrante la electricidad, que enciende
en el cielo negro el faro que derrama sobre París sus ríos de luz blanca, roja
y azul, como la bandera de la patria. En lo alto de la cúpula, ha hecho su nido
una golondrina.
Por debajo de
la torre se va, sin poder hablar del asombro, a los jardines llenos de
fuentes, y rodeados de palacios, y el más grande de todos al fondo, donde
caben las muestras de cuanto se trabaja en la humanidad, con la puerta de
hierro bordado y lleno de guirnaldas, como se labraba antes el oro de los
ricos: y sobre el portón, imitando la bóveda del cielo, la cúpula de
porcelanas relucientes; y en la corona, abriendo las alas como para volar, una
mujer que lleva en la mano una rama de oliva: a la entrada del pórtico está,
con una mano en la cabeza de un león, la Libertad, en bronce. Y delante la
gran fuente, donde van por el agua los hombres y mujeres que los poetas de
antes dicen que hubo en la mar, las nereidas y los tritones, llevando en
hombros, como si fueran en triunfo, la barca donde, en figuras de héroes y
heroínas, el progreso, la ciencia, y el arte dan vivas a la república,
sentada más alta que todos, que levanta la antorcha encendida sobre sus alas.
A cada lado del jardín, desde el palacio hasta la torre, hay otro palacio de
oros y esmaltes, uno para las estatuas y los cuadros, donde están los
paisajes ingleses de montes y animales, las pinturas graciosas de los
italianos, con campesinos y con niños, los cuadros españoles de muertes y de
guerra, con sus figuras que parecen vivas, y la historia elegante del mundo en
los cuadros de Francia. De las Bellas Artes le llaman a ése; y al del otro
lado, el Palacio de las Artes Liberales, que son las de los trabajos de
utilidad, y todas las que no sirven para mero adorno. La historia de todo se
ve allí: del grabado, la pintura, la escultura, las escuelas, la imprenta.
Parece que se anda, por lo perfecto y fino de todo, entre agujas y ruedas de
reloj. Allí se ve, en miniatura de cera, a los chinos observando en su torre
los astros del cielo; allí está el químico Lavoisier, de medias de seda y
chupa azul, solando en su retorta, para ver cómo está hecho el pedrusco que
cayó a la tierra de una estrella rota y fría; allí, entre las figuras de
las diferentes razas del hombre, están sentados por tierra, trabajando el
pedernal, como los que desenterraron en Dinamarca hace poco, cabezudos y
fuertes, los hombres de la edad de bronce.
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