Y
allí, al lado de Chile, entraríamos ahora al Palacio de los Niños, donde
juegan los chiquitines al caballito y al columpio, y ven hacer barcos de cristal
de Venecia, y las muñecas que hace el japonés, envolviendo con el palitroque
alrededor de una varita las pastas blandas de colores diferentes: y hace un
daimio con su sable, y un Mikado de ahora, con su levita a la francesa: ¡oh, el
teatro! ¡oh, el hombre que está haciendo los confites! ¡oh, el perro que sabe
multiplicar! ¡oh, el gimnasta que anda a caballo en una rueda! ¡y el palacio
es de juguete todo por afuera, desde el quicio hasta los banderines del techo!
Pero, si no tenemos tiempo, ¿cómo hemos de pararnos a jugar, nosotros, niños
de América, si todavía hay tanto que ver, si no hemos visto todos los
pabellones de nuestras tierras americanas? ¿Y esta casa de madera tan franca y
tan amiga, que convida a la gente a entrar a ver todo lo que da la tierra
volcánica de su país, uva y café, enredaderas y tigres, cocos y pájaros, y
los lleva a su colgadizo con cortinas, a tomar en jícaras labradas su chocolate
de espuma?: es el de Guatemala ese pabellón generoso. Y ese otro elegante, con
tantas maderas, es el de la tierra donde se saben defender con ramas de árboles
de los que vienen de afuera a quitarles el país: Santo Domingo. Ese otro es del
Paraguay, ese de la torre de mirador, con las ventanas y puertas como de nación
de mucho bosque, que imita en sus casas las grutas y los arcos de los árboles.
Y ese otro suntuoso, que tiene torres como lanzas y alegría como de salón; es
que ha dado una parte de sus salas a dos pueblos de nuestra familia -a Colombia,
que tiene ahora mucho que hacer, al Perú, que está triste después de una
guerra que tuvo-, ése es el pueblo bravo y cordial de Uruguay, que trabaja con
arte y placer, como el de Francia, y peleó nueve años contra un mal hombre que
lo quería gobernar, y tiene un poeta de América que se llama Magariños: vive
de sus ganados el Uruguay, y no hay pueblo en el mundo que haya inventado tantos
modos de conservar la carne buena, en el tasajo seco, en caldos que parecen
vinos, en la pasta negra de Liebig, y en biscochos sabrosos: y en la torre, que
se parece a una lanza, flota, como llamando a los hombres buenos, la bandera del
sol, de listas blancas y azules.
¡Y tener que pasar tan de prisa por los palacios de una tierra enana como
Holanda, donde no hay holandés que no sea feliz, y viva como un pueblo grande,
por su trabajo de marino, de ingeniero, de impresor, de tejedor de encajes, de
tallador de diamantes; de un pueblo como Bélgica, que sabe tanto de cultivos, y
de hacer carruajes, y casas, y armas, y lozas, y tapices, y ladrillos! No
podemos ver el pabellón de Suiza, con su escuela modelo, sus quesos como ruedas
y su taller de relojes; ni el de Hawai, que es país donde todos saben leer, y
trabaja el hombre de la isla, al pie del volcán de fuego, la uva y la pluma; ni
el de la República de San Marino
-¿quién sabe dónde está San Marino?- con ssus cristales pintados famosos y
sus familias de escultores. esa de la puerta tallada de colores es Serbia, de
cerca de Rusia, donde hacen tapicería fina y mosaicos; y ese comedor, con su
techo de aleros, es de Rumania, donde el más pobre viste de paños bordados, y
comen la carne casi cruda con mucha pimienta en platos de madera y beben leche
de búfalo.
Está llena de sedas con recamos de flores y pájaros,
llena de palanquines y colmillos de elefantes, esa casa de dos techos de Siam,
el pueblo de la ceremonia y del arroz. ¿Y a China quién no la conoce, con su
pabellón de tres torres, donde no caben las cortinas con árboles y demonios de
oro, ni las cajas de marfil con dibujos de relieve, ni el tapiz donde están,
con los siete colores de la luz, los pájaros que van de corte por el aire,
cuando llega el mes de mayo, a saludar al rey y la reina, que son dos ruiseñores
que fueron al cielo a ver quién se sienta en las nubes, y se trajeron un nido
de rayos de sol? ¡Oh, cuánto hay que ver! ¿Y el palacio hindú, de rojo
oscuro con los ornamentos blancos, como los bordados de trencilla en un vestido
de mujer, y tan tallado todo, las ventanas menudas y la torre, como la fuente de
mármol, las columnas de pórfido, los leones de bronce que adornan la sala,
colgada de tapicerías? ¿Y el Japón, que es como la china, con más gracia y
delicadeza, y unos jardineros viejos que quieren mucho a los niños? ¿Y Grecia,
esa de la puerta baja con un muro a cada lado, con la historia de antes en uno,
antes de que los romanos la vencieran cuando fue viciosa, y la vida del trabajo
de hoy, en antigüedades, en mármoles rojos, en sedas finas, en vinos olorosos,
desde que resucitó con la vuelta a la libertad, y tiene ciudades como Pireo,
Siracusa, Corfú y Patras, que valen ya por lo vieja: Atenas, Esparta, Tebas y
Corinto? ¿Y Persia, con su entrada religiosa de mezquita, de techo de azul
vivo, y adentro, entre colgaduras verdes y amarillas, las cazoletas cinceladas
de quemar los olores, los chales de seda que caben por una sortija, los alfanjes
de puño enjoyado que cortan el hierro, las violetas azucaradas y las conservas
de hojas de rosa? ¿Y el bazar de los marroquíes, con su arquería blanca que
reluce al sol, y sus moros de turbante y babucha, bruñendo cuchillos, tiñendo
el cuero blando, trenzando la paja, labrando a martillazos el cobre, bordando de
hilo de oro el terciopelo? ¿Y la calle del Cairo, que es una calle egipcia como
en Egipto, unos comprando albornoces, otros tejidos de lana en el telar, unos
pregonando sus confites, y otros trabajando de joyeros, de torneros, de
alfareros, de jugueteros, y por todas partes, alquilando el pollino, los
burreros burlones, y allá arriba, envuelta en velos, la mora hermosa, que mira
desde su balcón de persianas caladas?
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