Martí, el escritor

La Edad de Oro
La exposición de París

 

     ¡Oh, no hay tiempo! Tenemos que ir a ver la maravilla mayor, y el atrevimiento que ablanda al verlo el corazón, y hace sentir como deseo de abrazar a los hombres y de llamarlos hermanos, volvamos al jardín: Entremos por el pórtico del Palacio de las industrias.  Pasemos, con los ojos cerrados, por la galería de las catorce puertas, donde cada país exhibe sus trabajos mejores, y cada industria compuso la puerta de su departamento, la platería con platas y oros y dos columnas de piedra azul, la locería con porcelana y azulejos, la de muebles con madera esculpida como hojas de flor, y la de hierro con picos y martillos, y la de armas con ruedas, cureñas, balas, y cañones, y así todas. Por un corredor que hace pensar en cosas grandes, se va a la escalera que lleva al balcón del monumento: se alzan los ojos: y se ve, llena de luz de sol, una sala de hierro en que podrían moverse a la vez dos mil caballos, en que podrían dormir treinta mil hombres. ¡Y toda está cubierta de máquinas, que dan vueltas, que aplastan, que silban, que echan luz, que atraviesan el aire calladas, que corren temblando por debajo de la tierra! En cuatro hileras están en el centro las máquinas mayores. De un horno rojo les viene la fuerza. Viene por correas, que no se ven de lo ligeras que andan. De cuatro filas de postes cuelgan las ruedas de las correas. Alrededor, unidas, están todas las máquinas del mundo, las que hacen polvo de acero, las que afilan las agujas. Unas mujeres de delantal colorado trabajan el papel holandés. Un cilindro, que parece un elefante que se mueve, está cortando sobres. Un mortero separa el grano de trigo de la cáscara. Un anillo de hierro está en el aire por la electricidad, sin nada que lo sujete. Allí se funden los metales con que se hacen las letras de imprimir, allí se hace el papel de tela o de madera, allí la prensa imprime el diario, lo echa del otro lado, lo devuelve, húmedo. Una máquina echa aire en el pozo de una mina, para que no se ahoguen los mineros. Otra aplasta la caña, y echa un chorro de miel. ¡Pues da ganas de llorar, el ver las máquinas desde el balcón! Rugen, susurran, es como la mar: el sol entra a torrentes. De noche, un hombre toca un botón, los dos alambres de la luz se juntan, y por sobre las máquinas, que parecen arrodilladas en la tiniebla, derrama la claridad, colgado de la bóveda, el cielo eléctrico. Lejos, donde tiene Edison sus invenciones, se encienden de un chispazo veinte mil luces, como una corona.

   Hay panoramas de París, y de Nápoles con su volcán, y del Mont Blanc, que da frío verlo, y de la rada de Río Janeiro. Hay otro que es en el centro como un puente de un buque, y parece por la pintura que está allí el buque entero, y el cielo y el mar. Hay el palacio de las pinturas finas de los acuarelistas, y otro, con adornos como de espejo, de los que pintan al pastel. Hay los dos pabellones de París, donde se aprende a cuidar una ciudad grande. Hay talleres  por los arrabales de la Exposición, donde se ve, ¡para que el egoísta aprenda a ser bueno!, el trabajo del hombre en las minas de hulla, en el fondo del agua, en los tanques donde hierve, como fango, el oro. Hay, allá lejos, negras y feas, las hornallas donde echan el carbón para el vapor los hombres tiznados. Pero adonde todos van es al campo que tiene delante el palacio donde  los soldados mancos y cojos cuidan la sepultura de piedra de Napoleón, rodeada de banderas rotas: ¡y en lo alto del palacio, la cúpula dorada! Todos van, a ver los pueblos extraños, a la Explanada de los inválidos.

   De paso no más veremos el palacio donde está lo de pelear: el globo que va por el aire a ver por donde viene el enemigo: las palomas que saben volar con el recado tan arriba que no las alcanzan las balas: ¡y alguna las suele alcanzar, y la paloma blanca cae llena de sangre en la tierra! De paso veremos, en el pabellón de la República del África del Sur, el diamante imperial, que sacaron allá de la tierra, y es el más grande del mundo. Aquí están las tiendas de los soldados, con los fusiles a la puerta. Allí están, graciosas, las casas que los hombres buenos quieren hacer a los trabajadores, para que vean luz los domingos, y descansen en su casita limpia, cuando vienen cansados. Allí, con su torre como la flor de la magnolia, está la pagoda de Cambodia, la tierra donde ya no viven, porque murieron por la libertad, aquellos Kmers que hacía templos más altos que los montes. Allí está, con sus columnas de madera, el palacio de Cochinchina, y en el patio su estanque de peces dorados, y los marcos de las puertas labrados a punta de cuchillo, y, en el fondo, en la escalinata, dos dragones, con la boca abierta, de loza reluciente. Parece chino el palacio de Anam, con sus maderas pintadas de rojo y azul, y en el patio un dios gigante del bronce de ellos, que es como cera muy fina de color de avellana, y los techos y las columnas y las puertas talladas a hilos, como los nidos, o a hojas menudas, como la copa de los árboles. Y por sobre los templos hindús, con sus torres de colores y su monte de dioses de bronce a la puerta, dioses de vientre de oro y de ojos de esmalte, está, lleno de sedas y marfiles, de paños de plata bordados de zafiros, el Palacio Central de todas las tierras que tiene Francia en Asia: en una sala, al levantar una colgadura azul, ofrece una pipa de opio un elefante. Allá, entre las palmeras, brilla, blanco y como de encaje, el minarte del palacio de arquerías de Argel, por donde andan, como reyes presos, los árabes hermosos y callados. Con sus puertas de clavos y sus azoteas, lleno de moros tunecinos y hebreos  de barba negra, bebiendo vino de oro en el café, comprando puñales con letras del Corán en la hoja, está, entre bosques de dátiles, el caserío de Túnez, hecho con piedras viejas y lozas rotas de Cartago. Un anamita solo, sentado cuclillas, mira, con los ojos a medio cerrar, la pagoda de Angkor, la de la torre como la flor de magnolia, con el dios Buda arriba, el Buda de cuatro cabezas.