Martí, el escritor

La Edad de Oro
La exposición de París

 

      Y ya estamos al pie de la torre: un bosque tiene a un lado y otro bosque al otro. Uno tiene más verde, y es como una selva de recreo, con su casa sueca de pino, llenas de flores las ventanas, a la orilla de un lago: y la isba de puerta bordada y techo de picos en que vive el labrador ruso: y la casa linda de madera, con ventanas de triángulo, en que pasa los meses de nevada el finlandés, enseñando a sus hijos a pintar y a pensar, a amar a los poetas de Finlandia y a componer el arpón de la pesca y el trineo de la cacería, mientras talla el abuelo el granito como ópalo, o saca botes y figuras de una rama seca, y las mujeres de gorro alto y delantal tejen su encaje fino, junto a la chimenea de madera labrada. Hay teatro allí, y lecherías, y una casa de anchos comedores, y criados de chaqueta negra, que pasan con las botellas de vino en cestos a la hora de comer, cuando los pájaros cantan en los árboles. Pero al otro lado es donde se nos va el corazón, porque allí están, al pie de la torre, como los retoños del plátano alrededor del tronco, los pabellones famosos de nuestras tierras de América, elegantes y ligeros como un guerrero indio: el de Bolivia como el casco, el de México como el cinturón, el de Argentina como el penacho de colores: ¡parece que la miran, como los hijos al gigante! ¡Es bueno tener sangre nueva, sangre de pueblos que trabajan! El de Brasil está allí también, como una iglesia de domingo en un palmar, con todo lo que se da en sus selvas tupidas, y vasos y urnas raras de los indios marajos del Amazonas, y en una fuente una victoria regia en que puede navegar un niño, y orquídeas de extraña flor, y sacos de café, y montes de diamantes. Brilla un sol de oro allí por sobre los árboles y sobre los pabellones, y es el sol argentino, puesto en lo alto de la cúpula, blanca y azul como la bandera del país, que entre otras cuatro cúpulas corona, con grupos de estatuas en las esquinas del techo, el palacio de hierro dorado y cristales de color en que la patria del hombre nuevo de América convida al mundo, lleno de asombro, a ver lo que puede hacer en pocos años un pueblo recién nacido que habla español, con la pasión por el trabajo y la libertad -¡con la pasión por el trabajo!: ¡mejor es morir abrasado por el sol que ir por el mundo, como una piedra viva, con los brazos cruzados! Una estatua señala a la puerta un mapa donde se ve de realce la república, con el río por donde entran al país los vapores repletos de gente que va a trabajar; con las montañas que crían sus metales, y las pampas extensas, cubiertas de ganados. De relieve está allí la ciudad modelo de La Plata, que apareció de pronto en el llano silvestre, con ferrocarriles, y puerto, y cuarenta mil habitantes, y escuelas como palacios. Y cuanto dan la oveja y el buey se ve allí, y todo lo que el hombre atrevido puede hacer con de la bestia: mil cueros, mil lanas, mil tejidos, mil industrias: la cerne fresca en la sala de enfriar: crines, cuernos, capullos, plumas, paños. Cuanto el hombre ha hecho, el argentino intenta hacer. De noche, cuando el gentío llama a la puerta, se encienden a la vez, en sus globos de cristal blanco y azul, y rojo y verde, las mil luces eléctricas del palacio.

   Como con un cinto de dioses y de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh, viendo como crece con su calor la diosa Cipatli, que es la tierra; y los dioses todos de la poesía de los indios, los de la caza y el campo, los de las artes y el comercio, están en los dos muros que tiene la puerta a los lados, como dos alas; y los últimos valientes, Cacama, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, que murieron en la pelea, o quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la independencia de su patria: dentro, en las pinturas ricas de las paredes, se ve como eran los mexicanos de entonces, en sus trabaos y en sus fiestas, la madre viuda dando su parecer entre los regidores de la ciudad, los campesinos sacando el aguamiel del tronco del agave, los reyes haciéndose visitas en el lago, en sus canoas adornadas de flores. ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como madre de un país, los que no la tocaran como hijos!: ¡así se debe querer a la tierra en que uno nace: con fiereza, con ternura! Las cortinas hermosas, las vidrieras de caoba en que están las filigranas de plata, los tejidos de fibras, las esencias de olor, los platos de esmalte y las jarras de barniz, los ópalos, los vinos, los arneses, los azúcares; todo tiene por adorno letras y figuras indias. Vivos parecen, como sus trajes de cuero de flecos y galones, y sus sombreros anchos con trenzado de plata y oro, y su sarape al hombro, de seda de color, vivos como si fueran a montar a caballo, los maniquíes del estanciero rico, del joven elegante que cuida de su hacienda, y sabe "voltear" un toro. A la puerta, a un lado, troncos colosales de madera fina repulida; y al otro, de color de rosa y verdemar, la pirámide del mármol transparente de la tierra, del ónix que parece nube cuajada de la puesta del sol. Del techo cuelga, verde y blanca y roja, la bandera del águila.

   Y juntos como hermanos, están otros pabellones más: el de Bolivia, la hija de Bolívar, con sus cuatro torres graciosas de cúpula dorada, lleno de cuarzos de mineral riquísimo, de restos del hombre salvaje y los animales como montes que hubo antes en América, y de hojas de coca, que dan fuerza al cansado para seguir andando: el del Ecuador, que es un templo inca, con dibujos y adornos como los que que los indios de antes ponían en los templos del Sol, y adentro los metales y cacaos famosos, y tejidos y bordados de mucha finura, en mostradores de cristal y de oro: el pabellón de Venezuela, con su fachada como de catedral, y en la sala espaciosa tanta muestra de café, y pilones de su panela dulce, y libros de versos y de ingeniería, y zapatos ligeros y finos: el pabellón de Nicaragua con su tejado rojo, como los de las casas del país, y sus salones de los lados, con los cacaos y vanillas de aroma y aves de plumas de oro y esmeralda, y piedras de metal con luces de arco iris, y maderos que dan sangre de olor; y en la sala del centro, el mapa del canal que van a abrir de un mar a otro de América, entre los restos de las ruinas. Tiene ventanas anchas como las casas salvadoreñas, y un balcón de madera muy hermoso, el pabellón del Salvador, que es país obrero, que inventa y trabaja fino, y en el campo cultiva la caña y el café, y hace muebles como los de París, y sedas como las de Lyon, y bordados como los de Burano, y lanas de tinte alegre, tan buenas como las inglesas, y tallados de mucha gracia en la madera y en el oro. Por un pórtico grandioso se entra, entre sacos de trigo y muestras de mineral, al palacio de hierro de Chile: allí la madera fuerte de los bosques del indio araucano, los vinos topacios y rojos, las barras de plata y oro mate, las artes todas de un pueblo que no se quiere quedar atrás, la sal y el arbusto colorado del desierto: al fondo hay como un jardín: las paredes están llenas de cuadros de números.