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 última actualización: 
 Diciembre 2005

EL FUEGO BLANCO

fernando ramos fernández
7-IX-1997

El libro verde de las obligaciones de la aurora estaba abierto sobre la mesa de la fonda. Corrían los tiempos de la tragedia psicológica. Nadie en las habitaciones, ningún cliente. El cielo azul y la inmensidad del vasto mundo obligaban a los hombres a la reclusión. El exterior de la pequeña posada del Camino estaba muy deteriorado, grietas temibles asomaban.

La noche vencía lentamente, y el crepúsculo tiznaba de cobres el claro del bosque, en el sendero hacia la ciudad Antigua, antaño hervidero de transacciones, turistas y vehículos, donde ahora únicamente reinaba el silencio y barría las calles el viento.

La Aurora bajó del cielo a leer en el libro verde, se coló por una profunda grieta del piso superior de la fonda, sin darse cuenta apagó una vela olvidada. Bajó las escaleras, se pudo oír algún leve crujido de la madera vieja, mientras, el libro, sintiendo la presencia de la Aurora, comenzó a pasar sus hojas frenéticamente, hasta que encontró la página 476, donde se encontraba el párrafo azul con las indicaciones correspondientes a aquella noche. Al leerlo la Aurora, el párrafo adquirió un leve tono azulado, que se fue debilitando cuando la Aurora terminó de aprenderse las obligaciones de aquella noche, unos reflejos iridiscentes recorrieron su transparente cuerpo de viento leve.

En ese instante, una claridad intensa atravesó las rendijas del portal y de los vanos de la fachada. Fue haciéndose más y más intensa, la Aurora sintió estremecerse, hilillos de luz negra resplandecían ahora en su frágil envoltorio corpóreo, luz de preocupación. El libro verde de las obligaciones de la Aurora se cerró de golpe sintiendo el peligro que acechaba la posada. La Aurora se refugió debajo de la mesa temiendo que lo que causara tan potente claridad pudiese verla.

Se oyó un ligerísimo chasquido, apenas audible, y la madera de la puerta y de las contraventanas junto con los cristales saltaron hechos pedazos, añicos, silenciosamente pero con una brutalidad increíble y... hacia fuera. En el umbral, la silueta de un androide volador enano se proyectó imperturbable, la intensa luz que irradiaba de su penacho de hilos de platino hechizados tan sólo permitía verle a él. Sus ojos eran de un negro infinito, sin brillo, su mirada escrutadora sería capaz de ver cualquier cosa, incluso de ver a la Aurora. El androide se deslizó en el interior del vestíbulo, miró en todas direcciones, pero antes de que descubriera a la Aurora, ésta salió volando de debajo de la mesa, el libro se abrió al tiempo, y un flujo de miríadas de rayos multicolores inundó la estancia, camuflando a la Aurora en su veloz huida. El pequeño ser de blanco metal fue pillado de sorpresa con tanto color, que casi no llegó a esquivar uno de los rayos, rápidamente se rodeó con su luz mágica, intensificándola, hasta tal punto que las hojas del libro verde de las obligaciones de la Aurora empezaron a quemarse, por el esfurzo que suponía aguantar la potente claridad que emitía aquel maldito penacho. Pero el viento del Norte ya se llevaba en su regazo a la Aurora hacia las recónditas tierras del Círculo.

En la posada del Camino, la puerta de uno de los cuartos se abrió con violencia, apareciendo un hombre, en sus brazos una escopeta, con movimientos rápidos apuntó y disparó. El androide cayó al suelo como un trozo de chatarra, el perdigón le había arrancado un brazo y parte del vientre. El penacho de hilos de platino hechizados se movió suavemente con una ligereza fantástica, como avisando del terrible daño que aún podía producir... el penacho entonces se posó casi con ternura en el suelo, acariciándolo, se oyó un levísimo chasquido...

Las tierras del Círculo pudieron deleitarse aquella noche con las débiles tonalidades que emanaba la Aurora en su tranquilo paseo nocturno, totalmente ignorante de la suerte que había corrido su libro, ahora cenizas entre los carbonizados restos de la posada del Camino.