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 última actualización: 
 Diciembre 2005

EL PLAN

fernando ramos fernández
20-V-2005

Era de noche. El cielo despejado dejaba ver una luna menguante, con sus filos de plata difuminados en la oscuridad, en un firmamento tenuemente plagado de estrellas. Más abajo, la ciudad en silencio. En una calle de las afueras, un pequeño utilitario se paró suavemente en frente de uno de los edificios, en doble fila. Dentro, una joven pareja se despedía amorosamente:

- Adiós, pipiola.

- Adiós, pipiolo.- Respondió ella, al tiempo que se daba la vuelta para besar a su novio.- Nos vemos mañana.- Abrió la puerta del coche y salió.

El vehículo se alejó, mientras ella burlonamente agitaba la mano para despedirse. Cuando dobló la esquina, ella se encaminó al portal, feliz. Había sido una noche magnífica, estaba encantada, tanto era así, que, mientras esperaba el ascensor, pensó que, de tan radiante que estaba, podía iluminar el vestíbulo ella sola. Rió silenciosamente ante su ocurrencia.

Ya en su planta, encendió la luz del descansillo, abrió la puerta de su casa y entró en la estancia. Era extraño que su padre no hubiera echado la llave, era muy tarde. Fue hacia su cuarto con sigilo, pero al pasar por delante de la habitación de su padre, se dio cuenta de que ésta no estaba cerrada. Encendió la luz de su cuarto sin entrar, tiró el bolso sobre la cama, y volvió sobre sus pasos. La cama de su padre no estaba deshecha. Su felicidad se estaba transformando en preocupación. Fue al cuarto de baño, llamó suavemente a la puerta:

- ¿Papá?¿Papá, estás ahí?

Dio al interruptor y abrió la puerta. Había apagado la luz. Volvió a darle, y aquello fue como si un rayo la partiera en dos, sus ojos se nublaron una fracción de segundo, y sin embargo toda la eternidad pasó como un huracán por entre sus entrañas.

- ¡Papá!- Gritó la muchacha presa del pánico, el corazón le oprimió la garganta ahogando su pensamiento. "¿Qué has hecho?"

Él estaba en la bañera, desnudo, mortalmente pálido, del mismo color que la bañera, abrazado por la tibieza del agua teñida por quién sabe qué cantidad de sangre. Ella lo incorporó, nerviosa y temblando, vio los cortes que se había hecho en un brazo. Ante el zarandeo, él recobró momentáneamente la consciencia, y, como desde la lejanía, al otro lado del mundo, sus labios haciendo ademán de moverse, un susurro moribundo llegó hasta el oído de su hija:

- Ha, ha sido... un, un... error.

Ella, al oírlo, saltó, corrió hacia su cuarto, las manos goteando sangre, agarró el bolso y lo vació bruscamente sobre la colcha, cogió el móvil y llamó:

- Necesito una ambulancia urgentemente. Mi padre. Se ha, se ha cortado las venas...

* * *

La luz entraba a raudales en la habitación. La blancura de las paredes, la blancura de las sábanas, de la cama... todo era blanco. Al entreabrir los párpados, tanta claridad le deslumbró. Dejó escapar un suspiro, mezcla de tristeza y de alivio.

- Hola papá, estoy aquí, contigo.- Sintió la dulce voz de su hija, mientras le cogía de la mano y le besaba la frente con ternura. Cómo le reconfortó sentir su olor, su presencia.

- Hija, hija mía.- Y se puso a llorar emocionado. Y ella con él.- Lo siento, lo siento de verás.- Susurraba una y otra vez abrazándola. Las lágrimas resbalaban, caían, se unían las de él y las lágrimas de ella.

- Ya pasó.- Decía ella con un nudo en la garganta.- Ya pasó.

Una enfermera bajita y resuelta entró en la habitación.

- Ves, chiquilla, cómo ya ha despertado.- Fue hacia la ventana y bajó un poco la persiana.- Buenos días, ¿habéis visto qué día tan espléndido hace hoy?- Echó un vistazo al monitor, reguló el goteo, apuntó cuatro cosas en su cuaderno de notas y se dirigió a la muchacha, que se incorporaba, y se recomponía como podía, vergonzosa ante la entrada de aquella extraña.

- El doctor Romero desea hablar contigo, porque te puedo tutear ¿no? No vamos a estar andando con formalismos ahora, es lo que le sobra al mundo, ¿no os parece? Pues eso, que en cuanto tengas un rato, antes de comer, te pases por el despacho del doctor, si no está, te plantas en el mostrador y preguntas a alguna de mis compañeras, que son todas muy majas, aunque algunas somos más que otras... está mal que yo lo diga.

- De acuerdo.- Respondió la chica cortando la perorata sin fin de la enfermera.

- Pues eso, que ya me voy, que tengo mucho que hacer antes de salir a tomar el sol, porque hace un día que para qué. Ay, qué día, qué día...- Y salió por la puerta.

Se miraron, y no pudieron reprimir una leve sonrisa. Se fundieron de nuevo en un abrazo, sin decir nada, ambos daban gracias en silencio.

* * *

- Doctor, el paciente Eduardo Amós ya está aquí, ¿le hago pasar?- Preguntó la enfermera desde el umbral de la puerta del despacho. El doctor Romero asintió levemente y se incorporó en la butaca. Ya relajado, se preparó para la sesión. Había estado hablando con la hija un par de veces, antes de decidir que ya no podía saber más de aquella muchacha, que estaba muy confusa, y desorientada con relación a su padre. Había tenido suerte de todas formas, puesto que si hubiera llegado un poco más tarde aquella noche fatídica, habría encontrado a su padre muerto. Había tenido suerte. Ahora le tocaba a él. Debía indagar las razones que impulsaron a aquel hombre a semejante acto y convencerle de que esas razones, cualesquiera que fuesen, también eran razones para vivir.

- Buenas tardes, doctor, ¿se puede?

- Adelante, adelante. Pase y siéntese.

Eduardo entró, algo intimidado, nunca había entrado en la consulta de un psiquiatra. Aquel despacho, por lo menos, era acogedor, la moqueta del suelo, los muebles de madera contra las paredes forradas de corcho, y las butacas de suave tacto, hacían olvidar el frío metal, las baldosas relucientes y las paredes inmaculadas del resto del hospital. Parecía un pequeño reducto de otro mundo. Se sentó y esperó a que el doctor terminara de teclear en su portátil.

- ¿Y bien?¿Cómo se encuentra hoy?- Preguntó el doctor.

- Mejor.

Silencio, Eduardo no estaba muy cómodo, la idea de que la persona que se sentaba al otro lado de la mesa estaba ahí para juzgar su conducta, y, lo que era peor, su grado de cordura, no le agradaba nada. El doctor le miró de soslayo, como para ver a quién tenía enfrente, pillado así, se apresuró a romper el silencio:

- Bien, bien.

No era nada fácil, abordar un tema tan delicado como era el suicidio. Se sentía incómodo ante estos pacientes, le habrían una vieja herida que no le gustaba nada recordar. Pero, aun así, su propia experiencia podía establecer un puente entre ellos. O eso era al menos lo que se repetía una y otra vez.

- Le voy a ser sincero, es lo menos que puedo hacer, puesto que supongo que en estos momentos, los rodeos no harían más que confundirle más. No es una experiencia agradable, para nada. Lo sé.- Hizo una pausa para ver si el paciente había captado su complicidad y prosiguió.- La verdad, es que está aquí para una evaluación. Comprenderá que no es algo fácil para mí... establecer si usted va a volver a cometer un acto de esta naturaleza o no. Esto no se resuelve como si se tratase de una travesura de un pequeño que promete a su padre que no lo volverá a hacer. ¿Me sigue?

Eduardo asintió, empezaba a confiar en aquel médico.

- Bien. Como sabe, he estado hablando con su hija, para calmarla, sobre todo. Y según me ha dicho, no se podía creer que hubiera usted hecho esto, sinceramente. Bueno, eso y que, de un tiempo a esta parte, usted se había encerrado en sí mismo, algo más de lo normal, ¿me equivoco?. A lo que ella realmente se refería era a que lo sentía más distante, perdido o despistado. Y eso la preocupaba. Ella confiaba en que, como muchas veces le dijo usted en una situación inversa, cuando estuviera preparado acudiría a ella.

- Doctor, perdone, pero, ¿no podría beber un poco de agua?- Interrumpió Eduardo tímidamente. La boca le quemaba y no encontraba saliva que calmara esa sensación.

- Pues claro, qué descuido.- Se levantó, fue hacia la puerta, la abrió y se dirigió a la enfermera del mostrador, en la salita de espera.

- Blanca, hazme el favor de traer agua.- Y volvió a su sitio. Mientras tanto, Eduardo estaba mirando distraídamente por la ventana, a su derecha. Cuando el médico se hubo sentado comentó en voz baja, sin apartar la vista de la ventana.

- Yo le dije que había sido un error.

- ¿Perdone?- En ese preciso instante entró la enfermera, que dejó una bandejita con una jarra de agua y un par de vasos. Eduardo se sirvió y bebió un poco, no es que tuviera sed, simplemente quería aplacar el ardor que le quemaba la boca.

- Creo que le dije a mi hija que había sido un error. Que lo sentía. Espero que me perdone.

- No se preocupe, su hija no tiene que perdonarle nada, no siente eso. Pero siga. ¿Por qué dice que fue un error?¿Es que no quería morir?

- ¿Morir? No.- El doctor se sorprendió un poco, aquello parecía muy sincero, al final iba a resultar que aquel hombre simplemente había ido demasiado lejos, pero... ¿en qué? Y, ¿por qué?- Fue un error, una equivocación...

- Pero, ¿qué es lo que pretendía?

- Lo único que intentaba hacer, era resolver un problema, una cuestión que llevaba obsesionándome algún tiempo.- Eduardo se arrepintió de haber dicho esa palabra, "obsesionándome", le martilleó el cerebro insistentemente. Había de ser más cauteloso con lo que decía.

- ¿A qué tipo de problema se refiere?¿Laboral?¿Emocional? Ayúdeme a comprender.

Eduardo bajó la cabeza, y casi en un susurro, como avergonzado, o a regañadientes, dijo:

- Intelectual.

- ¿Intelectual?

- Sí, una cuestión intelectual.

Aquello dejó estupefacto al doctor. ¿Qué problema intelectual podía requerir el suicidio como respuesta? No parecía una respuesta muy racional. Padre de una hija, viudo desde hacía tiempo, profesor de universidad respetado... ¿Qué problema se le había planteado para que pensara que el suicidio era la solución? Carecía de sentido.

Se levantó de su butaca y fue hacia la ventana. La ciudad, sembrada aquí y allá de parques con frondosos árboles, mecidas las copas por la brisa del mar, parecían saludar a los que, como él, se asomaban a las ventanas, para descansar el alma, relajar la mente, alejarse inconscientemente de los problemas. El hombre que estaba sentado detrás vivía enfrente de uno de esos parques, no tenía más que asomarse a la ventana para ver esos árboles saludándole, bailando un lenguaje que, aunque indescifrable para el pensamiento humano, imbuía a las personas de sosiego.

Allí estaban ellos. Dos hombres marcados por sendas cicatrices, y que, por alguna extraña circunstancia, no les unían. No era la respuesta que él andaba buscando. Todavía no le había mostrado la razón fundamental, lo que produjo esa reacción en el individuo. Ningún suicida, que él hubiera tratado con anterioridad, había tomado la decisión de acabar con su vida a la ligera. Esa decisión costaba lo indecible tomarla, producía un estrés insoportable enfrentarse a esa decisión. A no ser que se estuviera loco...

Eduardo le observaba, nervioso, expectante. Las manos entrelazadas y algo apretadas, la espalda separada del respaldo y los hombros encogidos. Volvió a beber un sorbo de agua. El médico se volvió, fue a su butaca y se sentó con cuidado, suavemente. Miró a Eduardo.

- ¿Cuál era el problema?

Ahí estaba, la pregunta. Como el cañón de una pistola apuntando a su corazón. La pregunta.

- No.- Eduardo titubeaba.- No puedo decírselo.

Paciencia, paciencia.

- ¿No puede decirme cuál era el problema?

- No, no puedo.- Las manos de Eduardo se entrelazaban con fuerza, la presión dejaba blancos los dedos.

- Tranquilo, Eduardo, tranquilo. No tiene de qué preocuparse. Yo puedo ayudarle, o al menos eso intento. Pero usted ha de comprender que para ayudarle necesito conocer sus circunstancias.

- No crea, no crea que no le entiendo. Pero tengo, yo tengo mis razones.

- Bien, al menos podrá decirme quién o qué le planteó ese problema.

- Nadie.

- ¿Tiene que ver con su trabajo en la universidad?

- No. No sé. Tal vez, aunque no de una manera directa.- Cogió el vaso de agua, necesitaba cortar aquella situación, le estaba agobiando. No podía, no debía decir nada. Pero aquel hombre, al otro lado de la mesa... parecía un interrogatorio de la policía, más que la consulta de un psiquiatra. Miró, mientras bebía, por el fondo del vaso de cristal. Así, la realidad era otra, todo se difuminaba, el líquido se movía nerviosamente acariciando la silueta desdibujada del médico, le temblaba el pulso.

- Eduardo, perdone que insista, pero... ¿cuál era el problema?

El hombre dejó el vaso lentamente sobre la bandeja, suspiró con fuerza, desesperado y, entre dientes, con rabia contenida, respondió, remarcando cada sílaba con fuerza, midiendo con precisión matemática aquello que decía:

- El problema sigue sin estar resuelto, doctor, no puedo decírselo hasta encontrar una solución.

El doctor se distendió, no podía continuar por ahí, había que relajar el ambiente.

- Si quiere, puede levantarse, estirar las piernas, la consulta no es muy amplia, pero la vista es agradable.

- Gracias.- Eduardo se levantó y esta vez era él el que se dirigió a la ventana. Miró hacia abajo. El pavimento, de colores claros, reflejaba la luz del Sol, hiriendo su retina. Levantó la vista hacia el horizonte recortado por algún que otro edificio, y aquellos árboles centenarios.- Alguna vez, ¿alguna vez ha sentido que descubría una verdad tan grande, tan incontestable, que apenas podía abarcar?- Se calló un momento, pensando en lo que iba a decir.- Es como intentar contener todo el agua del océano en un cubo de arena, te desborda por todas partes, y lo único que puedes hacer es...

- ¿Sí?- Inquirió el doctor.

- Lo único que puedes hacer es mantenerte a flote o ahogarte.

- Y usted qué hizo.

El silencio los separó durante un rato. Eduardo cerró los ojos evocando la tragedia.

- Bucear. Yo, sólo buceaba.- Una lágrima apareció en sus ojos, recorriendo su mejilla, paró un momento y al instante siguiente desapareció en un vacío, en un espacio, en un tiempo distintos.

El doctor esperaba con paciencia que siguiera hablando, respetando el dolor que producía recordar...

- Hace un mes como mucho, entré en Internet para buscar información sobre algo, no lo recuerdo bien, creo que sobre la teoría del caos. Y, de casualidad, encontré en una página, una frase, una sentencia anónima. Se me grabó a fuego en la cabeza, fue como si me quitaran una venda de los ojos, como si rasgaran el telón que me ocultaba la realidad..."lo cierto es que el ser humano intenta dominar todo lo que le rodea porque no es capaz de dominar su propio cuerpo", decía.- El médico, sentado en su butaca, había abierto los ojos como platos, atónito. Pero, consciente de su reacción, se recompuso enseguida, a tiempo, pues Eduardo se estaba girando.- Le puede parecer un poco infantil, o descabellado, pero lo cierto es que por esa maldita frase estoy aquí.

- Pero, de ahí al suicidio... No comprendo.

- No creo que deba compartir el resto con usted. Bueno. Ni con usted ni con nadie. Como ya le dije, el problema sigue ahí.

- No se preocupe por mí, sé nadar.- Dijo el doctor intentando quitar hierro al asunto.

- Sí, yo también, pero no me ha evitado esto.- Respondió el hombre para sí. Luego continuó.- El caso es que me embargó el desasosiego pensando que aquella revelación encerraba una verdad fundamental: "El ser humano no es capaz de dominar su propio cuerpo". Entonces me surgió una duda. ¿Es la mente parte del cuerpo? Es decir; ¿puedo dominar mi mente? Porque aparentemente la respuesta es no, pero había que comprobarla.

» Para ello busqué un experimento, un ensayo, que me permitiría corroborarlo. Pero debía ser un experimento personal, algo interno. Así que, un día, viendo la tele, me vino a la cabeza la pregunta que me ha traído hasta aquí: "¿Puedo pensar pensando?" Puede parecer una pregunta ridícula, cualquiera respondería que sí sin dudarlo un solo momento. Pero, realmente, "¿puede uno pensar lo que piensa?" O, si lo prefiere, "¿puedo conocer los mecanismos de mi pensamiento simplemente pensando?" Si pudiera responder que sí entonces, la mente no sería parte del cuerpo, y podría, si quisiera, dominar el propio cuerpo.

» Entiéndame bien. Cuando digo dominar el cuerpo, no me refiero a moverlo, a ir adonde queremos ir... Me refiero a dominar los impulsos internos que nos permiten tales acciones, a dominar la química, las reacciones, las secreciones. Me refiero, en definitiva, a dominar el cuerpo a nivel celular. Imagínese, un cuerpo en el que todo responde a su voluntad, en el que todas y cada una de sus millones de células individuales obedecen su pensamiento... Imagine el grado de consciencia que eso requeriría, ¿acaso no sería una verdadera revolución? La última y definitiva revolución del ser humano.

» Pero la pregunta que me hice, entonces y que todavía no he respondido afirmativamente, me sumía en una espiral, en un bucle infinito, pues como dijo Heisenberg, "observar modifica lo observado". No podía, no era capaz de saber cómo pensaba sin estar pensando, era como estar entre dos espejos, uno en el que miraba, el otro en el que observaba lo que miraba. De ese modo los reflejos se multiplicaban hasta el infinito, dejándome sin aliento. Tanto es así, que decidí que, a lo mejor, en la frontera entre la vida y la muerte, la mente podría finalmente reconocerse libre de ataduras corporales y vislumbrar, atisbar, la realidad desde la propia mente, sin intercambio corporal de ninguna clase.

Eduardo, seguía de pie, de espaldas a la ventana, movía sus manos, siguiendo el hilo de sus pensamientos, no miraba a nada en particular, sus ojos veían sin ver. En su butaca, el doctor seguía sus argumentos con interés, muy atento. En su interior deseaba acabar cuanto antes aquella consulta. Se encontraba sumamente intranquilo, la espalda le dolía de la tensión que empezaba a acumular, tenía los brazos agarrotados...

- Pero me equivoqué, a lo mejor es que no llegué lo suficientemente lejos, pero creo que, si hubiera llegado más lejos, la respuesta hubiera sido definitivamente que no, no en este mundo. Pero no me interesa conocer la verdad más allá. No serviría de nada.- Se volvió otra vez hacia la ventana, en silencio, el Sol parecía ir perdiendo intensidad, los árboles seguían con su lenta danza, acariciados por el viento que venía del mar.- Ahora pienso que no merece la pena seguir buscando una respuesta afirmativa. He terminado aceptando que la mente es parte del cuerpo, y que por ello, tampoco la dominamos.

El doctor se movió en su butaca, tecleó algo en su portátil.

- Creo que es todo lo que necesitaba saber, señor Amós.- Eduardo se volvió aliviado hacia su interlocutor.- Puede irse, y si siente la necesidad de hablar de esto, o de cualquier otra cosa, no dude en llamarme. Dentro de un rato le entregarán el alta en el mostrador del vestíbulo principal, puede esperar allí si lo desea.

Eduardo cogió la tarjeta de visita que le tendía el médico y se la guardó. Se despidió y salió del despacho. La enfermera fue a entrar, pero el médico le hizo un ademán para que esperara fuera y cerrara la puerta. El doctor, sudando, intentando dominar el temblor nervioso que le sacudía las manos, sacó un móvil del cajón de su escritorio, marcó un número y un par de pulsos después le contestaron:

- Diga.

- ¿Cómo, cómo marcha el plan?

- Aún no estamos preparados.

- He encontrado a uno.

- ¿Tan pronto?

- Confirma nuestras teorías.

- Bien.

* * *

Ya por los pasillos del Hospital que abandonaba, Eduardo había tenido otra revelación: " Quizá la nada sea la respuesta, no el todo. Quizá no pensar..." Guardó ese pensamiento para más tarde, su hija se le había echado encima abrazándolo con fuerza, feliz.

- Volvamos a casa, cariño.