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Amaneció, tenuemente aparecieron los primeros albores tiznados de anaranjado color. La gente seguía con sus cosas, no reparaba en el telón que se iba elevando, inundando las calles de la gris y fría ciudad con una luz nacarada. Nada diferente, nada que pudiera presagiar algo terrorífico, irracional, algo que escapa a toda imaginación. Imposible. Sin embargo, aquel iba a ser un gran día, aquel iba a ser el día. Por lo menos, así era como pensaba él. Lo había estado rumiando toda la noche, dando vueltas y vueltas en la cama, paseando inquieto por la habitación... No tenía nada que perder intentándolo, y la humanidad entera se lo agradecería... eternamente. Iba a matar, así, tan sencillo y tan difícil a un tiempo, iba a matar, lisa y llanamente. Se lo había repetido una y mil veces a su reflejo, cuando intentaba infundirse valor y seguridad delante del espejo. La empresa era ardua, pero la recompensa... enorme. No, no me malinterpretéis, no iba a matar a cualquiera, tampoco es que supiera a ciencia cierta a quién iba a matar, la verdad, no tenía ni la más remota idea. Pero se lo había propuesto y lo pretendía cumplir: aquél iba a matar a la Muerte... en cuanto la reconociera. En cuanto sintió clarear el día, se desperezó, abrió las ventanas de par en par y con el torso desnudo aspiró una gran bocanada de aire gélido: aquello lo espabiló de golpe. Cerró la ventana rápidamente. Se duchó, se afeitó, se vistió, desayunó un café cargado (no podía correr el riesgo de quedarse dormido mientras esperaba) con unas magdalenas, cogió las llaves de casa y las del coche, y salió mortal para volver inmortal (tal era el propósito de semejante empresa) Montó en su flamante bólido, un coupé biturbo, de colosal potencia, el arma escogida para tal ¿crimen? Arrancó, el ronco sonido del motor fue elevándose, lo llevó rápido hacia una gasolinera, a las afueras, allí llenó el depósito, y lavó el coche: el metal lustroso hería la retina al reflejar los rayos del primerizo Sol. Volvió a la ciudad, a poca velocidad, echando rápidos vistazos aquí y allá, escudriñando, sospechando de cada persona, peatones en la acera, conductores de otros vehículos; ruido ensordecedor. En cada semáforo que paraba, estudiaba con detenimiento el comportamiento de los que cruzaban, atisbando para descubrir cualquier posible indicio que delatara a la Dama en cuestión: porque la Muerte no era sino eso, mujer. Encontró un sitio donde apostarse, aparcó el coche, le pitaron otros, algunos jóvenes miraban el deportivo con absoluta fascinación. Encendió la radio: tertulia, cambió la emisora: tertulia, otra emisora: música, ah! bueno. Aquella acera estaba concurrida, era difícil ver todo el gentío como individuos, pero no imposible, además, la condición de fémina eliminaba de un plumazo muchos transeúntes: masculinos. La espera se fue alargando, sin dar los frutos esperados, la Muerte tendría que pasar por allí, simplemente, porque él la estaba esperando... para matarla. Al llegar el mediodía, la masa humana fue desapareciendo paulatinamente. Él tenía las tripas rebeldes, demandando cualquier cosa sólida, pero no tenía con qué distraerlas, optó por fumar, lo cual no hizo sino aumentar sus iras, rugidos... Pasó, por un momento no la vio, él estaba moviendo el dial, pero en un breve instante, elevó su vista, y la descubrió: aquélla, esa era, no cabía la menor duda, la había encontrado. Pasó. El coche roncó al despertar, salió despacio de entre los coches, y dio media vuelta para seguirla, ronroneando suavemente pero con ansiedad, no podía camuflarse mucho, el tráfico entonces era más bien escaso. Ella dobló una esquina, él tuvo que esperar en el semáforo, y luego torció igualmente. Sólo tenía que esperar a que ella cruzara delante de él y entonces, un rápido acelerón... y la inmortalidad al alcance de todo ser humano. La oportunidad, ni siquiera cruzaba por un paso de peatones, le había visto, había visto su coche moviéndose despacio, habría pensado que le daba tiempo, una mueca de sarcasmo se dibujó en su rostro. Apretó el acelerador suave pero intensificando la presión por momentos, el coche subió de vueltas con alegría infinita, se proyectó como una bala, la mujer se quedó petrificada, viendo aquel deportivo lanzarse sobre ella. Muerta, atropellada, había consumado su motín ante la Naturaleza, era inmortal, había matado al único ser que condenaba los cuerpos a pudrirse enterrados. Pero no se había percatado de que la propia Muerte no puede presentarse a sí misma para morirse... Estaba eufórico, inquieto y temblando de pies a cabeza, las manos frías, tiritando, el coche enfiló la avenida a toda pastilla, como un relámpago, un fogonazo, el Sol contra una superficie metálica, él ni siquiera lo vio salir. El camión cisterna estaba maniobrando para entrar en el recinto de una obra, marcha atrás, estaba saliendo para colocarse mejor. Dentro del coche, el espejo retrovisor le cegó un instante fugaz, la música tapaba cualquier ruido. El deportivo se empotró con violencia contra los bajos de la cisterna, el hombre murió en el acto, la última visión que tuvo de la Vida fue el rostro de la Muerte, sonriendo con una nota de sarcasmo en sus labios como antes había sonreído él al intentar vencer a la inmortal Muerte.
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