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Aquel era un espejo del todo simple, ocupaba la entrada del piso, pero tenía un dibujo pintado en su margen izquierdo. Ese dibujo había atraído la atención del pequeño desde siempre, representaba a un hombre caminando hacia lo lejos, de espaldas a las miradas de los curiosos. El niño permanecía horas y horas pasmado, pacientemente esperaba que aquel dibujo se pusiera a andar de una vez, porque albergaba la esperanza de que volviera la vista atrás. El niño quería ver la cara de ese hombre del espejo. Y el niño creció, y el espejo disminuyó de tamaño en relación a como lo iba viendo el chico con el paso del tiempo, y aquella figura del espejo fue perdiendo el interés que tanto había suscitado en el chico. Un día de otoño, las hojas arropando el frío suelo de la calle, el niño ya hombre entró en aquella casa, sus padres se mudaban, y él había ido a recoger unos papeles. Todo había sido embalado. Al abrir la puerta vio horrorizado el espejo apoyado sobre el suelo, y al hombre dibujado con la vista vuelta hacia atrás, sus casi perdidas pupilas clavadas en él, fija y fríamente, el marco de la puerta y la misma perta se reflejaban como si aquel dibujo fuera a marcharse del espejo cabreado por tan larga espera, todo quedaba reflejado como si ese hombre fuera el centro de la escena, miraba las pupilas brillantes del espejo, sus propias pupilas coincidiendo con las del dibujo. El corazón se paró. El hombre se movió. La puerta se cerró de golpe y el espejo quedó vacío reflejando un universo que jamás volverá a ser suyo, limpio de todo trazo antaño pintado sobre su superficie, o no. |