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Un desierto se extiende alrededor del vehículo, el lento crepúsculo ha empezado a aumentar los reflejos rojizos de la llanura. El explorador, al volante del vehículo contacta con la nao... en la pantalla líquida aparece la ruta que le llevará hasta lo que parece un enclave no natural, el explorador está buscando vida inteligente. El vehículo comienza a moverse sigilosamente, sin esfuerzo, con dirección sur, sus blandas suspensiones absorben los pocos baches de la llanura, el crepúsculo avanza lentamente, el desierto despide a la estrella con los matices rojizos de la arcilla enardecidos por los últimos rayos de luz de la estrella. Tras recorrer unos cinco kilómetros, lo que le llevó prácticamente veinte minutos, el explorador observa en los indicadores del panel, un aumento de la humedad ambiente y un incremento anormal en la temperatura del suelo... que se va encharcando a medida que prosigue su ruta. Un momento más tarde, el explorador se ve obligado a conectar el foco luminoso del vehículo, para penetrar en la neblina que se forma, los charcos aumentan su tamaño, se forma fango y las ruedas cada vez consumen más energía por metro recorrido. El vehículo se detiene, ha sorteado varios árboles enanos esqueléticos, pero no puede avanzar más allá, por la profusión de ese tipo de árboles. El explorador se baja, coge su equipo y con linterna en mano sigue a pie la ruta trazada. Sus botas se hunden en el fango haciendo lenta y extenuante su caminata, para evitar posibles arenas movedizas, va pisando cerca de las raíces de los enanos árboles, de grueso y nudoso tronco, ramas desnudas dirigidas hacia el cielo, pero ni así consiguen superar los tres metros de altura. Todavía hay claridad en el páramo aquel, cuando la neblina y el suelo cenagoso queda atrás, el explorador apaga su linterna. Ante él se extiende una especie de montículo formado como a pedazos geométricos posteriormente suavizados sus contornos, sólo una entrada en la basta pared que él pueda abarcar, parece un principio de fortificación venida a menos y bastante descuidada, aquí y allá cúmulos de barro desprendidos. El explorador entra, parece la calle principal, si es que aquello fuera un poblado, mientras camina entre aquellas paredes, no más altas que el más alto de los árboles que había visto anteriormente, observa angostos callejones sin un criterio claro en su configuración. Todas las paredes están horadadas haciendo de vanos a las vacías estancias interiores, no hay distinción de materiales, todo es un continuo, sin cortes, todo enlaza con suavidad... pero no hay nadie. Llega a la otra entrada del poblado, al salir, en un banco de barro adosado
al paramento exterior, el explorador ve una figura sentada. Se acerca curioso
pero alerta. El anciano Etoos se ensimisma unos instantes como contrariado, hundiendo su
menuda cabeza en el sayo. Acto seguido se yergue y, mirando sin ver hacia el
lado contrario a donde está sentado el explorador, le dice: Por el rabillo del ojo, el explorador advierte movimiento, y alerta se vuelve
rápidamente. Una joven de pálida faz, de cabellos azabache, camina levemente
envuelta en telas muy livianas y ocres hacia ellos. Ella lo mira en silencio,
examina su extraño uniforme, lo vuelve a mirar, a los ojos, con tal fijeza, que
el explorador no es capaz de mantener su mirada y la desvía turbado. El explorador atraviesa de nuevo la ciudad, a la que ahora ve con terror como un cementerio. ¿Por qué extraña casualidad eligió el computador central de la nao aquel lugar para iniciar las pesquisas sobre aquella tierra? Se pregunta mientras avanza con la cabeza gacha, y, mientras, no se percata de lo que sucede a su alrededor. Comienzan a dibujarse en el aire, vaporosamente, siluetas de gente en las casa, en la calle, sentadas, charlando en silencio, alrededor suyo, en la ciudad de los espíritus, el crepúsculo finaliza y la oscuridad incipiente resalta aquellas formas etéreas. Camina entre los árboles sin hojas, de nuevo, chapoteando en el fango, en
dirección al vehículo que había dejado atrás. Lleva un rato andando
penosamente, la luz de la linterna baila de un sitio a otro intentando penetrar
la espesa niebla; justo tras él, se mueve una figura. Reemprenden el camino de vuelta en compañía el cuerpo de su espíritu, pero
a medida que el bosque desnudo y la niebla se despejan, el espíritu pierde
fuerza y continuamente ruega al explorador que se detenga para recuperar el
aliento. Tan mal llega a encontrarse el espíritu del explorador, que al llegar
al vehículo, la niebla más ligera, el alma se para y le dice: El explorador, se acomoda en el asiento de su vehículo de reconocimiento y
parte hacia el punto de retorno; sin embargo, algo se va operando en él, una
extraña metamorfosis le acomete a medida que se aleja de aquel lugar: su
pensamiento se vuelve bronco, inconsciente, su rostro se endurece, el ceño
queda fruncido, la mirada tórnase dura y torva... Pierde la savia de su esencia
y termina pudriéndose. |